Abril 2012 • Año XI
#24
Estudios

Restricciones del psicoanálisis ante el poder punitivo

Juan Pablo Mollo

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Xul Solar. Rezue
1929. Témpera sobre cartón 22,4 x 22 cm. Rubbers Internacional. ArteBA 2012- Cortesía de ArteBA fundación.

La vigencia del positivismo criminológico biologicista

Cuantificación, objetividad, determinismo etiológico y una concepción abstracta y ahistórica de la sociedad, fueron las premisas de E. Ferri para elaborar una “ley de saturación criminal”, que permitía explicar la criminalidad ya determinada por el medio físico y social, combinado con las tendencias biológicas hereditarias. El positivismo criminológico biologicista surgió a fines del siglo XIX por una alianza médico-policial (los médicos tenían discurso sin poder y los policías poder sin discurso) que disputó la “cuestión criminal” a los juristas (para llevarla a su propio campo) e incluso reclamó la abolición del régimen de jurados y su reemplazo por un equipo de expertos versados en la ciencia de la conducta humana. En la Edad Media ya había fracasado el boicot médico de patologizar a brujas y herejes para sustraerles poder a los inquisidores.

La criminología positivista racista legitimó la invasión de África con el argumento de una raza negra inferior (H. Spencer, C. Lombroso) y el colonialismo de Latinoamérica con las tesis de la degeneración racial (B. A. Morel, V. Magnan). Seguidamente, se enfocó principalmente en el conocimiento del cerebro (cuya investigación fue complementada desde una Psicología de las facultades mentales), que tuvo su expresión en el examen como peritaje médico-legal. En nuestros días, se ha transformado en un campo multidisciplinario de estudios sobre el sistema nervioso denominado neurociencias (neuropsiquiatría, psicobiología, neurociencia cognitiva etc.), que cuenta con un nuevo aliado capitalista (la multinacional farmacéutica, la industria de tomografías y resonancias etc.) y sigue perpetuando el proyecto de patologización de conductas desde una política mucho más poderosa.

En efecto, el empleo estadístico y la cuantificación de comportamientos son los argumentos centrales y las profecías del DSM IV para demostrar que el delincuente no es igual que los que respetan la ley. Cuando el delincuente tiende a ser definido por un déficit neurológico, perfil delictivo o conducta impulsiva, se evita una interrogación por la existencia de una motivación subjetiva, moral, social o política por parte del autor responsable de tal o cual acto: hiperactividad en la infancia o trastorno de conducta en la pubertad, son algunos diagnósticos demostrados científicamente que encierran un grado de peligrosidad y de probabilidad delictiva.

Se establece así una multidisciplinaria correlación temprana entre patología (trastorno de conducta, impulsividad, psicopatía etc.) y delincuencia o criminalidad (amenaza, delito, riesgo, peligro) que, si bien ya existía en las pericias psiquiátricas con la construcción de un “doblete psicológico y ético del delito” (M. Foucault), ahora involucra, a escala mundial, la medicalización y criminalización de niños y adolescentes molestos al orden público y la moral dominante. El uso del SAVRY, Structured Assessment of Violence Risk in Youth, para la evaluación del riesgo de violencia y las conductas delictivas en adolescentes (y el cálculo de costos para las instituciones), renueva la alianza médico-policial que hizo surgir el positivismo criminológico del siglo XIX. Al mismo tiempo, las neurociencias persiguen el descubrimiento del gen de la violencia y la criminalidad o la base neurológica del crimen (que ya había intentado J. F. Gall con su “frenología” doscientos años antes) mientras se interesan cada vez más por la estadística policial delictiva.

En términos foucaultianos, el positivismo criminológico, de raíz netamente racista, ha servido históricamente al poder de criminalizar (hacer morir) estableciendo la continuidad entre derecho, moral y naturaleza, cuya máxima realización fue alcanzada en el substancialismo penal y la prevención especial negativa (el darwinismo social de R. Garófalo, inspirado en H. Spencer, llega al extremo de plantear “medios de eliminación”); y en nuestra época contemporánea justifica medidas políticas y económicas que se enmarcan como peritajes sociales dentro de la biopolítica (dejar vivir). Según J.C. Milner, la criminología en la era de la biopolítica no es una disciplina auxiliar del sistema penal, sino un paradigma de control que superpone la represión del crimen con el tratamiento y la prevención de las enfermedades. En nombre del progreso social y enmascarada detrás de sus técnicas de evaluación y peritajes, una vez más, la criminología positivista presenta la enfermedad alineada con el crimen. Se trata de una falsa neuro-criminología que resulta altamente funcional al poder económico y la política criminológica (cuya decisión es que tipo de conductas y que clase de individuos conviene criminalizar) que desemboca en un panóptico digital para controlar a la población entera.

 

Los trabajadores psi y la reinvención de la prisión

La cárcel como pena en sentido propio nació en el seno de las corporaciones monásticas de la Alta Edad Media, recibiendo después el favor de la Iglesia católica -con los decretos de Inocencio III y de Bonifacio VIII-, para su específica adecuación a las funciones penitenciales y correccionales. Y se afirmó como pena, perpetua o temporal, solamente en los siglos XVII y XVIII, con modalidades incluso más atrozmente aflictivas que la pena de muerte. Con la experiencia americana de las casas de trabajo y del sistema celular se transformó en la moderna forma privativa. Sin embargo, fue en el siglo XIX cuando la pena carcelaria llegó a convertirse en la principal de las penas, desplazando progresivamente a todas las demás.

Durante los años de la posguerra, en varios países de Europa y América, el welfare state tuvo un vigoroso desarrollo de políticas de control del delito basado en argumentos correccionalistas. Bajo la promoción del bienestar social, los dispositivos penales estaban organizados alrededor del ideal de rehabilitación, que ofrecía el marco intelectual y el sistema de valores para mantener unido a todo el campo penal (más allá de lograr ese objetivo). La incidencia de los trabajadores psi con sus “prácticas de normalización” en materia penal no tenía un control externo, pese a sus implicaciones en la privacidad y en la libertad de los individuos con que trataban. Al enfocarse en el alivio del sufrimiento individual y la mejora del funcionamiento social, los trabajadores psi y de la salud se distanciaban de los mecanismos penales donde operaban. En este contexto de despolitización de las estrategias penales y la supresión de temas punitivos, se produce el encuentro inaugural entre el psicoanalista y el joven delincuente: A. Aichhorn en Viena, F. Alexander en Berlín y D. Winnicott en Londres etc., dirigieron instituciones y programas sociales estatales, orientados por el inconsciente y la relación transferencial.

Sin embargo y siguiendo la tesis de D. Garland, en la década del 70, la prisión se reinventó como dispositivo de seguridad pública contra los individuos peligrosos; y por lo tanto, como una solución penal frente al nuevo problema de la exclusión social y la desigualdad económica. Así, el giro punitivo basado en el encarcelamiento masivo y el management de la seguridad, reemplazó al ideal de rehabilitación y de reconstrucción social. En tal contexto, los trabajadores psi incluidos en los múltiples dispositivos de rehabilitación social, comenzaron a transformarse en agentes de seguridad que evalúan riesgos con una falsa ciencia del alma (“déficit cognitivo”, “respuesta no adaptativa”, etc., entre otros grotescos), altamente funcional al poder de criminalizar.

La imagen welfarista del delincuente juvenil como alguien desfavorecido y necesitando ayuda desapareció por completo; y el discurso de la política criminal invocará sistemáticamente a un público que pide protección, lleno de ira y exigiendo todo tipo de castigos que nunca son suficientes. Luego, la derivación a los sistemas penales de toda una problemática social traducida en términos de “inseguridad” de manera unívoca, termina por imponer políticas penitenciarias propias de los gulags soviéticos o los lagers nazis. Al mismo tiempo, numerosos “textos psicoanalíticos” basados repetitivamente en la tesis sobre el “caso Aimée”, de J. Lacan, El crimen del cabo Lortie, de P. Legendre, la respuesta de L. Althusser en El porvenir es largo etc., perciben el minúsculo arbusto de la pena como efecto terapéutico en el criminal psicótico “humanizado por la ley”, sin mirar el inmenso bosque del poder de criminalizar y la cárcel, que es una institución desigual, extralegal y extrajudicial, deshumanizante, penosa e inútilmente aflictiva.

 

La distinción fundamental entre ciencia jurídico-penal y poder punitivo

El derecho penal es el saber, la ciencia o el discurso jurídico-penal referido a un mundo del “deber ser” normativo (cómo debe ser la pena y para que debe servir), que corresponde distinguir del ejercicio real del sistema penal o poder punitivo. Según la teoría sociológica de E. Sutherland, las infracciones concernientes a la actividad económica son comparables en cantidad (aunque no se registran en las estadísticas policiales) y en calidad (constituyen delitos en el discurso jurídico-penal) a las del delito común, siendo su diferencia el modo de represión y control. La selectividad estructural del sistema penal, que siempre selecciona a los mismos candidatos (en nuestro país, al joven marginal), es la más elemental demostración de la falsedad de la igualdad y legitimidad proclamada por el discurso jurídico-penal. Por esto, la teoría sobre el delito de “cuello blanco” fue innovadora (contra las hipótesis positivistas) al vincular criminalidad con clase alta y separar criminalidad de patología. Sin embargo, es manifiesto que la cárcel funciona como un instrumento de seguridad que no responde a la retribución sino a un modo de autoritarismo denominado “neopunitivismo”en la literatura anglosajona.

Ahora bien, si el poder punitivo es el que ejercen las agencias del sistema penal (especialmente las ejecutivas) entonces, el derecho penal no pasa de ser un ejercicio académico de los juristas para construir un sistema teórico, que se traduce en un proyecto de jurisprudencia. En la práctica, el sistema penal inicia un proceso de criminalización (regido mediante estereotipos) y luego pasa a agencia judicial, la continuación o no de tal proceso, que culmina en la prisión. Como explicita R. Zaffaroni, el criterio operativo real del sistema punitivo “es” la peligrosidad médico-policial racista del siglo XIX, que la agencia judicial y su “deber ser” lo transmuta en una noble culpabilidad jurídica.

Según L. Ferrajoli, el primer presupuesto de la función garantista del derecho y del proceso penal es el monopolio legal y judicial de la violencia represiva. Sin embargo, con la actividad policial se plantea la divergencia entre el “deber ser” propio del derecho penal y el “ser” de la práctica concreta del sistema punitivo: el monopolio judicial del uso de la fuerza contra los ciudadanos se desvanece porque existe una fuerza pública que actúa sin vinculaciones legales. El caso límite y dramático se plantea cuando esa divergencia entre el nivel normativo de la legalidad y el efectivo de la realidad alcanza la forma terrible que han vivido los regímenes militares de América Latina. Pero también, en los ordenamientos que respetan formalmente el principio de legalidad, el monopolio legal y judicial del uso de la violencia puede resultar burlado por los poderes paralelos que, en materia de libertades, concede la propia ley a las fuerzas de policía. Desde esta perspectiva, la ciencia jurídico-penal es una sofisticada racionalización de la pena, que en última instancia se reduce a la venganza irracional del poder punitivo. La pena quedó desenmascarada cuando debió emanciparse del castigo divino y desde Justiniano hasta nuestros días, pasando por la Inquisición, el poder punitivo jamás ha operado a partir de la prohibición del incesto (Lévi-Strauss) o la pureza de la norma básica (H. Kelsen), sino que ha efectivizado la tesis sobre el individuo peligroso ónticamente impuesto (R. Garófalo) y la teoría política decisionista sobre el enemigo (C. Schmitt). Tales reflexiones renuevan la advertencia de Lacan, en 1950, sobre el límite del psicoanalista en el análisis del criminal donde comienza la acción policial, que es la práctica diaria de la principal agencia ejecutiva del poder punitivo.

 

El salto injustificado del psicoanálisis hacia la ley penal

El diálogo entre psicoanálisis y derecho usualmente encuentra su justificación en la concepción antropológica de la ley y la sociedad contractual. Con esta matriz basada en la prohibición en la cultura como soporte de la ley simbólica se pueden captar los significados sociales del castigo en sentido general; sin embargo, es una interpretación limitada de la ley porque no tiene en cuenta o niega los mecanismos del poder punitivo real. Numerosos “textos psi-jurídicos” (de distintas escuelas) se refieren extensivamente al discurso jurídico como “un” único discurso equivalente al “imperio de ley”, mientras que, por ejemplo: derecho civil y derecho penal son de muy diferente cuña y tienen distinta función. En contraste con el derecho civil, el derecho penal es un modelo de decisión vertical con la víctima confiscada; y por lo tanto, no es un modelo de solución de conflicto entre partes.

Si bien es cierto que no hay convivencia humana sin ley, es preciso advertir que la ley de la convivencia no es penal sino ético-social y jurídica; es decir, no es la prevención general punitiva la que disuade a las personas y conserva la sociedad; de lo contrario se cae en un “pan-penalismo” falaz y aberrante que pretende identificar a la ley penal y el poder punitivo con el orden simbólico y la cultura.

Lo mismo sucede con la concepción contractual de la sociedad (en sus diferentes versiones) que da la ilusión de una “única” cultura fundada en la ley paterna, y por lo tanto, conducente a concebir a los excluidos sociales como fuera de la ley. Tal dogmatismo de la ley basado en una estructura simbólica de alcance antropológico adhiere implícitamente a una concepción monista y positivista de la sociedad; y ofrece la ilusión de poder saltar de la ley del padre al código penal, que es una falacia recurrente. Además, tratándose de una abstracción jurídica que responde a varios requisitos formales es preciso despejar que no existe “el” delito como conducta patológica (aunque el positivismo psiquiátrico, psicológico y social “mágicamente” los unifica). Por su parte, los teóricos del labelling approach, desde una perspectiva sociológica, consideran que el delito o la desviación no es una “cosa” objetiva, sino un producto de definiciones socialmente creadas; por ende, el delito o la desviación no es un asunto inherente a la conducta sino un “etiquetamiento”.

En definitiva, el inconveniente de situarse en la ley del padre en continuidad con “el orden dogmático de Occidente” (P. Legendre) es pasar por alto el desarrollo histórico de “la verdad y las formas jurídicas” (M. Foucault), que muestran el modo en que reapareció el poder punitivo en el siglo XII, y cual es su lógica puramente vertical intrínseca. Según despejó J. Lacan, en 1970, las leyes del mundo concreto (que son las leyes de la palabra) dependen del lugar desde donde se enuncian; es decir: para agenciar una ley hay que tener un lugar de poder. La ley no tiene fundamento, aunque se intente llenar ese vacío con la justicia, el padre o una divinidad etc.

Las leyes históricas no son en absoluto límites del poder sino instrumentos del mismo para velar intereses de distintos órdenes. Tan es así que, en nuestro país, se sancionó el 28 de septiembre de 1974, la Ley 20.840 de seguridad nacional: “penalidades para las actividades subversivas en todas sus manifestaciones”, que fue un marco para estructurar la persecución política; y en la Alemania nazi se promulgó una “Ley de prevención de descendencia patológica hereditaria”, que entró en vigor el 1 de enero de 1934 y fue el primer paso para la eliminación física de los asociales. Incluso el ministro del Reich nazi, H. Frank, llegó a declarar que “el derecho penal habrá de ser sustancialmente un ordenamiento para el castigo de la falta de fidelidad”.

Por otra parte, el poder punitivo en “estado de excepción” puede agenciar la ley, prescindiendo, paradójicamente, del discurso jurídico-penal y del estado de derecho. En todo caso, según G. Agamben, el “estado de excepción” concierne a una zona de indiferenciación en relación con el ordenamiento jurídico Occidental, pues suspende la aplicación de la norma, y su vez, la ley permanece como tal, en vigor. El desarrollo de un derecho penal de excepción o de emergencia para intentar hacer frente, primero al terrorismo y después a la criminalidad organizada, es una arista más de la crisis del derecho en la sociedad contemporánea. La legislación de emergencia engendra un subsistema penal y procesal administrativo, confiando a la policía y al poder político (razón de estado) funciones propias del poder judicial (razón jurídica) con efectos destructivos sobre el sistema de garantías.

 

La prudencia del psicoanálisis con respecto a la responsabilidad penal

Desde el psicoanálisis cada uno es responsable por sus actos, intencionales o no, y en eso radica su consideración del mismo como sujeto. Sin embargo, no es posible trasladar esta “responsabilidad por el acto” al derecho penal, que está únicamente interesado por la compresión del acusado “en el momento del acto”. Incluso, en sentido jurídico estricto, la responsabilidad penal es el conjunto de las condiciones normativamente exigidas para que una persona sea sometida a pena. Lo que permite distinguir la responsabilidad penal (una cosa de derecho), de la imputabilidad (una cosa de hecho). También resulta útil distinguir entre imputabilidad e imputación: la primera es una categoría del derecho penal sustancial, que consiste en la aptitud para ser autor de un delito, mientras que la segunda es una noción de derecho penal procesal, que designa la adscripción de un delito concreto a una persona determinada.

Ahora bien, cuando se trata del delincuente que ya es seleccionado por el sistema penal previamente, la responsabilidad individual se vuelve un justificativo teórico y una racionalización de la política de criminalización en su conjunto. Tal como ha despejado Foucault, la acción concreta del aparato punitivo es seleccionar al delincuente por lo que es, será y puede ser (y no por lo que hizo). Así, operando desde el riesgo potencial (peligrosidad), el sistema penal establece una tajante ruptura entre responsabilidad y acto delictivo. En consecuencia, la responsabilidad a la que se refiere el psicoanálisis no cuenta en el sistema penal, que no se interesa ni por la asunción del acto en la psicosis, la función clínica del derecho, el asentimiento subjetivo del castigo, el sentimiento inconsciente de culpa o la significación social de la punición. Por otra parte, la noción de asentimiento subjetivo que Lacan, inspirado en Durkheim y Hegel, aplica a la criminología se desliza fácilmente hacia la doctrina cristiana, que K. Marx en “el misterio de los misterios” critica a Rodolfo.

En definitiva, las nociones psicoanalíticas de culpabilidad, responsabilidad, acto, sujeto, sanción etc. cuando son referidas a la pena, se transforman en meras racionalizaciones desconectadas del poder punitivo real, selectivo e ilegitimo. Mientras se reflexiona sobre: “culpa responsabilidad y castigo en el discurso jurídico y psicoanalítico”, el poder punitivo ya opera como dispositivo de contención de individuos sospechosos, con el pretexto de la prevención y la seguridad. En la práctica penal concreta, como revela R. Zaffaroni, el sistema punitivo y la política criminológica en su conjunto (la policía, el procedimiento judicial y la prisión) están vacíos de todo contenido ético.

También resulta indispensable distinguir la “responsabilidad por el acto” a la que se refiere el psicoanálisis, de la nueva teoría criminológica de la responsabilidad -denominada “actuarial” y hegemónica en EEUU- basada en la “elección racional”, que desplazando a las teorías positivistas y sociológicas, reflota el enfoque utilitarista de los actos delictivos como una conducta calculada que intenta maximizar los beneficios. Según sostiene D. Garland, tal enfoque contemporáneo, opuesto a la criminología correccional welfarista, considera que el delincuente es un “oportunista racional” al que hay que controlar (el aumento de cámaras, trabas y otros dispositivos de control se basan en el supuesto: “la ocasión hace al ladrón”); y que el problema del delito es una cuestión de oferta y demanda, cifras y riesgos, donde el castigo funciona reducido a una tarifa sin ninguna significación social. En la misma línea interpretativa, J. Young indica que el mayor tema de control social contemporáneo es el enfoque administrativo, que no considera las causas de la delincuencia ni la culpabilidad y responsabilidad del delincuente, sino la evaluación de probabilidades y cálculo de riesgos. Desde luego, el énfasis simplista en la responsabilidad individual a partir de la grilla de la economía política, conduce directamente al endurecimiento del castigo como elemento de disuasión y a robustecer el poder punitivo, que es responsable del proceso de criminalización (aunque sea inimputable).

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