Noviembre 2008 • Año VII
#18
Dossier: Psicoanálisis y criminología

Posiciones subjetivas en los fenómenos de maltrato

José Ramón Ubieto

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Jose - 2002
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Martha Zuik

En este trabajo, resumen de una conferencia, el autor revisa algunos mitos explicativos de la violencia doméstica. Recorre dichos mitos y sus complejidades rompiendo con las formulas unicausales.

La violencia procura al maltratador una "solución" que enmascara su condición de sujeto afectado por la falta constitutiva de todo ser humano. La violencia entonces es una respuesta que él ha elegido para abordar la relación al otro sexo. Además, establece el estatuto de las relaciones tormentosas, que para muchas mujeres poseen la secreta esperanza de un signo de amor del Otro, que nunca llega y las deja fijadas a esa posición.

Quisiera iniciar este trabajo revisando algunas tesis sobre la violencia doméstica –podríamos también definirlas como mitos- que nos impiden progresar en la actuación profesional y cívica.

El primer mito que propongo cuestionar es aquel que dice que este fenómeno de la violencia doméstica podría atajarse con medidas educativas, además de las penales y sociales. Como si la educación, en su vertiente preventiva, nos aseguraría contra la violencia. Dicho de otra manera, se puede escuchar, en muchos programas reeducativos de corte cognitivo-comportamental, que el maltratador (o la víctima) lo son debido a un déficit en su socialización. La educación se presenta así como La Solución. Implícitamente se entiende también, en esta tesis, que el fenómeno es una respuesta "antigua", de pautas obsoletas y propias de otra época, aún cuando sabemos que los maltratos de varones jóvenes a sus parejas son una realidad nada despreciable.

Por supuesto no pretendo negar la incidencia de la variable educativa en su sentido más amplio. Los ideales que una sociedad promueve y que encuentran eco en la vida familiar, en las prácticas educativas, en los mensajes publicitarios, en la oferta de ocio y, en definitiva, en los estilos de vida, son condiciones que influyen en los sujetos que viven en esa sociedad. Las pautas de relación entre los sexos, el valor de la mujer, sus condiciones sociales, laborales, su estatuto de poder, son cuestiones que condicionan nuestras respuestas subjetivas, las de los varones y las de las mujeres, niños y adultos. Conocemos algunos de esos ideales contemporáneos: el goce por la vía de los objetos, la satisfacción inmediata, el individualismo de masas como forma de vida, la novedad y lo joven.

Pero todas esas condiciones generales para una misma comunidad, se ven acompañadas en permanente interacción con la experiencia particular de cada sujeto. También la biografía, la suma de experiencias vitales, condiciona de manera importante la construcción de la persona. Los cuidados recibidos, las ausencias percibidas, en su caso los abusos o maltratos, todo ello deja huellas de satisfacción y de dolor en cada uno. La existencia de patología mental y/o el consumo abusivo de tóxicos son elementos que encontramos repetidamente en la biografía de muchos maltratadores.

Estos dos factores, para ser operativos, requieren siempre de un tercero que permite concluir de una u otra manera: la decisión final del sujeto, la manera en que subjetiva y hace suyos esos ideales y esa trayectoria vital. La respuesta final es un consentimiento o un rechazo a un deseo-fantasía, a una propuesta de relación, a una elección, profesional o de pareja.Y es evidente que nadie puede sustituir esa decisión.

Si partimos de la complejidad que implica esta tesis podemos ya formular una primer respuesta: no hay una explicación simple del fenómeno en términos unicausales (educación, poder, patología) como tampoco hay -la solución-, hay soluciones, respuestas en plural.

 

La violencia como respuesta

Tomemos, en primer lugar, la perspectiva del maltratador y descartemos los casos episódicos, aquellos donde el maltrato aparece como una respuesta puntual, sin continuidad, fruto de una contingencia reactiva o de una patología mental muy evidente.

Para la mayoría de los casos podemos partir de una dificultad subjetiva del maltratador, generalmente sin conciencia mórbida, de la que nada quiere saber y que encuentra en la respuesta violenta una salida que lo protege de esa dificultad, aunque sea al precio de la desaparición del partenaire. Esa dificultad tiene que ver con una idea fantasmática –no consciente de manera clara- sobre su posible desaparición o anulación como sujeto, una idea que no por inconsciente opera menos (más bien al contrario), y que toma la forma imaginaria de una falta de valor, de un poder disminuido, de una potencia que desfallecería, de una falta de reconocimiento, de un sentimiento íntimo de sentirse "en menos". Es por eso que para protegerse de ese temor proyectan esa desaparición y esa impotencia en la pareja: son ellas las que no saben, ni pueden hacer las cosas bien y son por tanto objeto de desprecio como deshechos.

Para que el maltratador pueda sostener su realidad psíquica y social le es necesario, entonces, esa disyunción entre su condición de sujeto poderoso, persona digna, y la de la pareja como objeto degradado. Es por eso que para obtener la satisfacción sexual –momento crítico para la verificación de la potencia masculina- es necesario el previo sádico de la agresión, bajo la forma del forzamiento o la violación. Sólo así es recuperable el deseo sexual. Este aplastamiento del otro es lo que le previene de la angustia propia del acto sexual.

Esta dificultad reprimida no cesa de retornar bajo la forma de una demanda del Otro vivida como insistente – aunque en la realidad la pareja sea más bien autista - que lo inquieta y le conmina a interrogar él mismo a la pareja buscando una confesión, un ¿qué quieres? Pregunta que rápidamente encuentra una respuesta, antes que ella pueda decir algo: "quieres mi goce, mi perjuicio, mi desaparición". A esta certeza – adialéctica - responde el pasaje al acto agresivo: "o mía o de nadie, antes te mato, eres una puta". Se trata de un proceso sin fin ya que la confesión del goce de la pareja siempre es insuficiente y no se busca un saber nuevo sino la confirmación de lo ya sabido. Sólo el pasaje al acto hace de límite, temporal.

La paradoja, dramática, es que esa respuesta de aniquilación del otro implica muchas veces su propia desaparición, como se ve en aquellos casos donde al asesinato de la pareja le sigue el suicidio – o tentativa - del agresor.

La violencia procura, así, al maltratador una "solución" que enmascara su condición de sujeto afectado por la falta constitutiva de todo ser humano. La violencia es la respuesta que él ha elegido para abordar la relación al otro sexo.

 

Amor patológico

¿Qué subjetividad encontramos del lado de la mujer maltratada? Aquí también cabe hacer el previo de la particularidad de cada caso y las diferencias evidentes entre los casos episódicos y los patrones de relación continuados.

Uno de los mitos, a veces promovidos por los propios psi, es el del masoquismo de estas mujeres como explicación causal. Hemos visto que en el maltrato – en cualquier maltrato - lo que está en juego es la destrucción de toda posición de sujeto en privilegio de su posición de objeto. Esto se confunde con el mal llamado masoquismo femenino: "será que les gusta".

Esta confusión no ocurre por casualidad, se apoya en una razón de estructura. La pregunta ¿qué es una mujer, cómo se comporta una mujer? encuentra una posible respuesta en la relación de pareja en la cual la mujer puede consentir a ocupar un lugar como causa del deseo del hombre y que le permita a ambos obtener una satisfacción de acuerdo a su fantasía sexual. Es únicamente en el contexto y el marco de esta relación sexual que la mujer ocupa ese lugar de objeto del deseo. No se trata –en la mayoría de los casos- de una posición permanente y que afecte al conjunto de la vida de esa mujer. La clínica y nuestra experiencia cotidiana nos muestra esa diferencia, que a veces aparece como una disparidad paradójica entre lo que es, por una parte, la vida pública o familiar de una pareja, en la que cada uno desempeña un rol bien definido, y, por otra, esa escena, la vida íntima, donde a veces esos roles se intercambian radicalmente, de tal manera que el marido seguro, decidido y en aparente control de la situación social se muestra en la escena sexual como alguien vacilante, vulnerable o incluso con claras preferencias a ser humillado y castigado por el partenaire. Lo mismo en el caso de la mujer identificada a ideales de mujer autónoma, independiente, que en su vida sexual, sin embargo, acepta ciertas propuestas de su pareja difíciles de conciliar con esos ideales.

Por supuesto no se trata de ninguna patología, al menos no en la mayoría de los casos, se trata de la puesta en acto de la escena fantasmática y de las condiciones de satisfacción que cada miembro de la pareja encuentra. Condiciones definidas por una serie de variables biográficas y particulares que obedecen a otra lógica que la de los ideales que nos permiten (re)presentarnos socialmente pero que son tan propias e intimas como aquellos.

¿Cuál es el límite de eso a lo que una mujer – ya que nos referimos a la violencia de género - puede consentir en la relación con su pareja? ¿Dónde poner la frontera entre un amor sexualizado y bien tratado y un amor claramente patológico y maltratado?

Una primera respuesta tiene que ver con la capacidad de maniobra del sujeto. No es lo mismo poder ocupar y abandonar una posición que quedar fijado a ella. Poder pasar de objeto en la escena fantasmática a sujeto en la relación, o quedarse fijado a ese lugar de objeto del goce del otro. Por eso vemos a mujeres que responden rápidamente frente a una situación de abuso y maltrato separándose de esa pareja y otras que encuentran más obstáculos a esa ruptura. La posibilidad de pensar en una relación basada en el amor implica que los lugares del amante y del amado deben poder dialectizarse, que aquel que es amado debe poder también convertirse en amante y viceversa, proceso que difícilmente se da en las relaciones maltratador -maltratado donde los roles son inamovibles y donde la primera condición del amor – que al otro le falte algo - no se cumple. Si el amor, por definición, alude a la posición de debilidad de cada sujeto (tonto, ciego, flojo) es justamente esto lo insoportable para el maltratador y de lo que este huye mediante la violencia.

¿Por qué entonces una mujer aceptaría situarse de manera fija en esa posición de objeto caído, degradado, golpeado? No se trata, evidentemente, de una posición masoquista, en el sentido de una perversión, ya que aquí la mujer no persigue la angustia del otro ni obtiene un placer en esa relación de maltrato. Que conozcamos muchos casos en los que la mujer busca –conscientemente o inconscientemente- el reencuentro con su pareja maltratadora o incluso que recurra la decisión de una jueza que le prohíbe casarse con su maltratador o que se haga cómplice de la transgresión de la orden de alejamiento- no debe llevarnos a engaño sobre el valor que esa relación tiene para ella: no lo hace por darse un gusto, como a veces se dice o insinúa más o menos veladamente.

Entonces, si no es masoquismo, ¿de qué se trata? Y ¿por qué llamarle amor patológico? En primer lugar porque es un uso del amor que produce su propia anulación y ese uso no es ajeno a ciertos imperativos que se imponen a un sujeto por mor de sus avatares, entre ellos los establecidos de manera primaria con sus objetos infantiles, p.e. con la madre como el primer Otro con el que interactuamos. ¿Cuántas veces no hemos escuchado de boca de estas mujeres que no puede romper ese vínculo con la pareja porque eso afectaría de manera grave a su propia relación con su madre? ¿Cuántas respuestas de esas madres, ante los lamentos de las hijas, no indican y refuerzan esa posición de resignación sacrificial?

Ocupar ese lugar de objeto degradado tiene sus beneficios inconscientes, aunque dicho así nos resulte un tanto insoportable por lo que convoca de thanatos, de autodestrucción. Ser la amante eterna, siempre dispuesta, de ese otro maltratador, para algunas mujeres, supone darse un ser como mujer y sobre todo como madre. Es muy común escuchar cómo se lamentan, cuando los dejan o los detienen, de la suerte que correrán "ahora que ellas no están para cuidarlos" o de la pena que ha funcionado como obstáculo para la ruptura, a pesar del infierno de la convivencia. Ser nombrada, precozmente, para ocupar ese lugar sacrificial es un destino para muchas mujeres víctimas de malos tratos, que las conmina a cumplir esa profecía y de la cual no es fácil desentenderse. Las personas, en cuestiones de amor, no somos muy variables y aunque las formas aparentes (parejas) cambien, en realidad tenemos siempre la misma forma de amar, de allí la repetición del perfil de las parejas en la biografía de las mujeres maltratadas.

En el horizonte de esa relación tormentosa hay, para muchas mujeres, la secreta esperanza de un signo de amor del Otro, que nunca llega y las deja fijadas a esa posición.

Por eso, generalmente, no sirve sólo persuadirlas de lo inadecuado del vínculo y ofrecerles ayuda para la ruptura. Sobre todo cuando se trata de situaciones cronificadas. No es suficiente porque ese escenario de ruptura les abre un horizonte de vacío y de pérdida que provoca una angustia paralizante. ¿Cómo seguir "siendo" una vez roto ese vínculo? ¿Dónde encontrar el interlocutor vital? De allí los fenómenos de recurrencia en la relación de pareja, las múltiples idas y venidas y los desesperados intentos de recomenzar tras cada paliza. En ese vacío que implica la separación debe poder introducirse otra causa que la anterior, otras razones que le permitan relanzar el deseo de otra cosa y eso sabemos que no siempre es fácil porque las circunstancias a veces son muy precarias, en lo económico, laboral, social, familiar.

NOTAS

* José. R. Ubieto es miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis (ELP-Comunidad de Cataluña) y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP).

  • Resumen de la conferencia del autor en las JORNADAS "ELLAS HABLAN" Sevilla, 2 y 3 de Octubre 2006.
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