¿Desde que perspectiva abordar las diversas problemáticas que nos plantea la actual institución familiar?
La última clínica de Lacan aporta recursos que abren vías inexploradas para despejar el núcleo en torno del cual gira esta temática. La hipótesis desde la cual se inicia este recorrido es que la familia no escapa a la imposibilidad estructural que afecta a las relaciones hombre/mujer.
Se ha convertido ya en un lugar común hablar de crisis de la familia en la sociedad actual, en el marco de lo que podríamos definir como modernidad avanzada. Sin duda – y se trata de fenómenos sin duda más presentes en Europa que en América Latina – existe una tendencia a la democratización y liberalización de los vínculos, un aumento del individualismo, una fragilidad de los ideales, una mayor tolerancia a la satisfacción de cada uno, que hacen más difícil la pervivencia estable de los vínculos familiares en las formas marcadas por cierta tradición.
Pero oponer, en este terreno, de un modo simplista, tradición y crisis, y asociar esta tensión de un modo exclusivo con el momento actual, puede conducir a errores de perspectiva. No existe un pasado idílico, en el que la tradición se cumplía sin incidencias. Por el contrario, un examen histórico riguroso demuestra que la familia ha sido en el pasado, en determinadas circunstancias, cualquier cosa menos una realidad idílica, estable, inconmovible.
Lo que ocurre es que a menudo se procede por generalizaciones, exámenes a vista de pájaro que aportan alguna verdad, pero que muchas veces no resisten un examen detallado, enmarcado en circunstancias concretas, en situaciones sociales definidas. Es cuestionable, por ejemplo, que a muchos respectos se pueda hablar de familia "actual" o tradicional, sin situarla en términos, no sólo de época, sino de ubicación geográfica precisa, localización en un contexto concreto (por ejemplo, urbano o rural) y de acuerdo con parámetros de clase social, entre muchos otros.
Hablando de estabilidad e inestabilidad del núcleo familiar doméstico, Jack Goody , un antropólogo que maneja una gran cantidad de datos en un enfoque comparativo e histórico, señala que la tasa de abandono del hogar por parte de los hombres en la Inglaterra del Siglo XVII era elevadísima. Y ello se veía favorecido por factores tan obvios como un control social mucho menos eficaz. Así, por ejemplo, si un hombre dejaba a su mujer y sus hijos, le bastaba con desplazarse unos cientos de kilómetros para empezar una nueva vida, en una época en la que no existían registros unificados, las comunicaciones eran deficientes, etc. En el plano de la moral, por otra parte, todos sabemos que la supuesta rigidez o estabilidad de la institución familiar nunca ha supuesto un obstáculo (seguramente todo lo contrario) para formas más o menos encubiertas de bigamia, oficialmente denostadas, pero asumidas como inevitables.
Así, en la modernidad avanzada se producen corrientes antitéticas, cuya combinación da lugar a resultados a veces paradójicos. Por un lado, democratización de los vínculos, pero, por otro lado, un control social mucho mayor y una idealización del amor y de la relación de pareja. Para poner de relieve hasta qué punto las cosas son complejas, diremos, por ejemplo, que una mayor idealización de la pareja no supone necesariamente su estabilidad en todos los casos, puesto que no pocas veces conduce al abandono de una relación considerada caduca para sustituirla por otra más valorada. Y ello a diferencia de lo que tendía a ocurrir en el pasado, cuando un matrimonio desgraciado podía llegar a aceptarse como un hecho relativamente normal y un destino a asumir, ante el cual se buscaba otro tipo de compensaciones.
Quisiera, pues, que nos mantuviéramos al margen de generalizaciones fáciles, discursos catastrofistas y milenarismos diversos, partiendo de la base de que la familia siempre ha estado, de un modo u otro, en crisis, y ello no por motivos contingentes o históricos, sino por su propia naturaleza. En este punto es necesario precisar que ésta es una naturaleza que no es nada natural, sino discursiva, social, política, económica y todo un sinfín de adjetivos que resultaría farragoso enumerar.
Pero, como psicoanalistas, podemos tratar de añadir algo más a las razones que pueden aducir sociólogos y antropólogos para explicar este hecho. El mismo antropólogo que antes he mencionado, Jack Goody, dice que la institución familiar cambia de forma, tamaño, estructura, así como de normas, a medida que tiene que adaptarse a nuevas situaciones sociales, económicas o políticas. Esto se puede comprobar con particular fuerza en momentos de grandes crisis o alteraciones profundas, por ejemplo las vinculadas a transformaciones de los modos de producción. Por ejemplo, él señala que se suele hablar de un modo impreciso del tamaño de los núcleos familiares, pero el examen de los datos demuestra que éste depende mucho de factores económicos y de producción. La familia, pues, crece, se encoge y se transforma, desde siempre, como respuesta a factores que de un modo u otro la están poniendo constantemente en crisis. Y, por otra parte, como señala el mismo autor, sea cual sea el modo de sociedad y en toda la historia de la humanidad, al menos hasta ahora, ha existido siempre y sigue existiendo una clara tendencia: mayor estabilidad del vínculo entre madre e hijos que del vínculo entre hombre y mujer, por un lado, y padre e hijos por otro lado.
Pero, como decíamos, el psicoanálisis puede ir más allá de esta clase de constataciones y plantear que si familia y crisis son indisolubles, ello es porque la familia es ya, en sí, respuesta a algo que es más que una crisis: una imposibilidad de estructura. En efecto, la familia funciona de entrada como un modo de suplencia a un modo de relación afectado por una imposibilidad estructural. En este punto, recurriremos a una expresión conocida de Lacan ("la relación sexual no existe"), y diremos que la familia es en gran medida un modo de suplencia frente a la inexistencia de la relación sexual. Si la familia está construida en torno de este agujero central, no tiene que extrañarnos que las crisis existan siempre, aunque, como es lógico, adopten formas concretas muy diversas en función de muy diversos condicionantes.
Por otra parte, podemos complementar esta perspectiva de la familia como suplencia añadiendo que se trata de un síntoma. Si nos apoyamos en la última enseñanza de Lacan, con los desarrollos que le ha aportado Jacques-Alain Miller en su curso "La orientación lacaniana", esta definición podemos entenderla muy precisamente como formas de anudar aquello que de entrada está desanudado, o simplemente no anudado. En efecto, un síntoma es un modo privilegiado de anudamiento entre real, simbólico e imaginario, y por ende una forma fundamental de respuesta a la inexistencia de la relación sexual.
De ahí que, de un modo u otro, cuando hablamos de familias, la mayor parte de las veces estemos hablando de síntomas que son siempre individuales, pero que como es lógico, toman algo del tiempo y el lugar donde se inscriben para estructurarse. Por otra parte, el psicoanálisis siempre ha hablado de la familia desde la perspectiva de lo sintomático. Si Freud hizo una aportación al estudio de la familia en términos de lo que llamó complejo de Edipo, fue simplemente porque sus pacientes hablaban de algo que no iba bien allí, y ese no ir bien tenía que ver de un modo u otro con sus propios padecimientos. Pero la doctrina de Lacan sobre el síntoma nos permite decir, por otra parte, que ese no ir bien del síntoma es la única forma en que algo puede ir de un modo verdaderamente estable. Y ello por un motivo de peso, puesto que los síntomas contienen una fuente interna de estabilidad al estar intrínsecamente relacionados con la repetición.
Por supuesto, ello no significa que todos los síntomas sean iguales. Sin duda, los hay mejores y peores. Pero esta perspectiva es un poderoso instrumento conceptual para ir más allá de las simplificaciones que pueblan los discursos al uso sobre la crisis de la familia.
Decíamos hace un momento que el psicoanálisis siempre ha hablado de la familia relacionándola con lo sintomático. En efecto, como hemos visto, Freud lo hizo. Pero este punto de vista está muy claramente establecido en Lacan desde sus primeros escritos. Así, en su artículo para la Enciclopédie française, "Los complejos familiares", él establece una relación entre las formas predominantes de los síntomas neuróticos y factores específicos de la civilización, por ejemplo cuando se refiere concretamente al impacto en la época actual (¡1940!) del "declive de la imago paterna". Dicho de otro modo, los síntomas individuales y los síntomas de la familia en lo social están estrechamente articulados. De ahí a definir la familia misma como síntoma (Lacan define el complejo de Edipo como síntoma, en el Seminario XXIII), no va más que un paso lógico, que tenemos muchas razones para dar.
Por supuesto, esto no debe quedarse en una constatación general, sino dar lugar a un trabajo detallado que permita establecer una articulación precisa entre determinados fenómenos sociales y las variantes de los síntomas individuales. Sin por ello borrar, qué duda cabe, el hiato estructural que existe entre ambos dominios del problema. Y, recordémoslo una vez más, todo eso resultaría estéril si se parte de una simplista del síntoma como manifestación de un problema. En este punto es preciso guiarse por la consideración del síntoma como respuesta, como modo de suplencia o de anudamiento, que es lo propio del psicoanálisis.
Pero ahora nos conviene pasar al terreno de las problemáticas concretas que nos ocupan actualmente, muchas de las cuales se encuentran a la orden del día, presentes de un modo obvio en el horizonte de nuestra contemporaneidad, en la vida de las personas, en sus conversaciones diarias, en los medios de comunicación, en los discursos de los políticos, en la tarea de los comités de expertos y los legisladores, sin olvidar, claro está, los abogados, médicos y psicólogos, amén de los educadores y, cómo no, los trabajadores sociales y los representantes de una nueva profesión en boga en Europa, la del mediador familiar.
Tres fenómenos han pasado a convertirse en elementos característicos de nuestra época. Los examinaremos por separado, para luego extraer algunas conclusiones generales.
1) Familias reconstituidas. La tasa de separaciones y de recomposiciones de la familia es muy elevada, de tal modo que es habitual encontrarse con niños de corta edad que tienen que diferenciar y al mismo tiempo encontrar algún modo de articulación entre dos figuras como son la del padre y la de la pareja de la madre. Una forma de eludir el problema, la habitual, consiste en decir que se trata de funciones fácilmente diferenciables, de tal modo que esto no tiene por qué constituir ningún problema. Seguramente es así, pero si recordamos la definición por parte de Lacan de la metáfora paterna, vemos que en ella interviene de un modo preciso el deseo de la madre, lo cual de algún modo supone el vínculo con el padre como hombre. Por supuesto, aunque la madre tenga un nuevo compañero sexual, el niño se ubica respecto de la pareja anterior. Pero para un niño pequeño esto es relativo. Resulta imposible que la pareja sexual de la madre no introduzca para él una cuestión que el sujeto se ve obligado retomar en algunos casos, lo cual deja muchas veces una huella clara en la formación de sus síntomas, en su fantasma. Y, en efecto, vemos que así es, de tal modo que la función de la pareja de la madre es de gran importancia, aunque no coincida con la del padre del niño.
2) Familias homosexuales. En Europa, y en particular en España, se han producto cambios legales que reconocen el derecho al matrimonio de parejas homosexuales, lo cual de por sí introduce, como un paso lógico, el reconocimiento de la adopción. Es del todo previsible, por lo tanto, que un niño tenga que plantearse la cuestión de la paternidad y la maternidad sobre el fondo de una pareja de dos "padres" o de dos "madres", en ausencia de todo vínculo directo entre la filiación y la procreación. Y, por otra parte, en ausencia de una relación intrínseca entre diferencia sexual y la paternidad/maternidad. No tenemos todavía suficiente casuística relacionada con esta configuración familiar, pero sin duda se trata de situaciones que requerirán algún tipo de elaboración por parte de los sujetos llamados a ocupar ahí el lugar de hijos. Por otra parte, es un hecho significativo, estudiado ya por la antropología, que los homosexuales que adoptan niños (o se los hacen procrear por otros) se sienten obligados a construir un universo discursivo familiar, un parentesco, donde los significantes "padre", "madre", "abuelo", "abuela", "tío", "tía", ocupan un lugar que no recurrir a soluciones claramente ficticias debe considerarse menos importante. De hecho, la adopción supone ya de por sí la implementación de esta clase de soluciones ficcionales. Los efectos sintomáticos se pueden prever, pues, tanto en el hijo en cuestión como en los padres homosexuales, en la medida en que éstos se ven obligados a recurrir a una serie de significantes amos que necesariamente tendrá sobre ellos consecuencias subjetivas nada despreciables
3) Inseminación artificial. Empieza a ser común que se distinga la figura del donante de esperma de la del padre. Se trata, en principio, de una situación semejante a la que ya se daba entre el "padre biológico" y el "padre adoptivo". Sin embargo, se trata de algo muy distinto, puesto que hasta hace poco el donante de esperma estaba destinado a un anonimato inquebrantable y que a todo el mundo le parecía obvio. Sin embargo, determinados fenómenos sociales hacen pensar que esta tendencia se está invirtiendo, de tal modo que el donante empieza a ocupar un lugar distinto. Ello es congruente con una sociedad penetrada por cierto cientifismo delirante, en la que la idea de herencia genética adquiere un valor cada vez más decisivo. Por otra parte, los tests genéticos de paternidad son una invención todavía reciente, y sus consecuencias sobre la subjetividad del hombre contemporáneo todavía están desarrollándose. En efecto, la posibilidad técnica de determinar con total fiabilidad la paternidad biológica desestabiliza una asimetría clásica entre la "mater certísima" y el "pater incertus". De este modo, el donante de esperma ha empezado a ocupar recientemente un lugar considerable, como se ha visto en ciertos fenómenos epidémicos que se han producido, por ejemplo, en los EE. UU., donde hijos de donantes anónimos se reúnen, hablan de sus problemas y a veces toman iniciativas para forzar a sus genitores a abandonar el anonimato. En los testimonios de algunas de las madres y algunos de los hijos implicados, se dice que el anonimato del donante induce una especie de presencia fantasmática, de tinte inquietante, que sólo se disipa cuando el genitor toma cuerpo, aunque sólo sea a través de la construcción de una ficción colectiva entre los pares que se identifican bajo el significante "descendiente del donante x". O sea, la ficción construida en el grupo de pares parece poder suplir el conocimiento efectivo de la persona del ancestro genético
¿Qué tienen en común todas estas situaciones tan distintas entre sí?
Para responder a esta pregunta, demos un paso atrás y tomemos apoyo en una observación de Lacan en "Los complejos familiares", donde define la familia nuclear como la condensación de una serie compleja de funciones. Si Lacan puede describir la familia nuclear como una forma de condensación, ello es porque a partir de su extenso conocimiento de la antropología y la sociología de la época puede entender que sobre la tríada padre, madre e hijo recaen funciones que en otros sistemas de parentesco se encuentran distribuidas en un mayor número de figuras.
Así, por ejemplo, podemos ver que en determinadas culturas la figura paterna tendía a disociarse entre el genitor, por un lado, y el hermano de la madre, por otro. Por el contrario, la familia nuclear, basada en la pareja sexual de los padres (modelo promovido fundamentalmente por el Cristianismo), tiende a condensar aquello que otras culturas tienden a distribuir.
Del mismo modo que la paternidad funcionaba también en las culturas en las que le complejo paterno estaba distribuido, podemos penar que las formas actuales de familia ponen de manifiesto otras formas de distribución. La diferencia respecto de aquellas familias anteriores es que ahora la distribución se hace de acuerdo con figuras mucho más contingentes y no en base a soluciones preestablecidas.
En el primer caso, por otra parte, podríamos decir que las funciones del complejo familiar se anudan en el interior de un universo de discurso marcado por la cultura. En el segundo caso, o sea, el de las familias actuales, vemos en primer lugar un proceso de desanudamiento que afecta a aspectos distintos del complejo familiar. Ahora bien, ¿qué llevará a cabo el necesario anudamiento (diríamos reanudamiento, si la palabra no tuviera otra connotación) entre los elementos diversos del complejo?
Repasemos la cuestión en cada uno de los casos que hemos planteado. En el primer caso, el de las familias reconstituidas, el desanudamiento afecta al par padre/compañero sexual. En el segundo caso, el de las familias homosexuales, lo que se desanuda es la diferencia de los sexos y la pareja sexual del orden de la filiación. En el tercer caso, lo desanudado es el ancestro genético respecto del padre, por así decir, existencial (por no entrar en otra clase de distinciones más complejas). Si examinamos lo que hasta ahora sabemos de las respuestas de los sujetos que se inscriben en universos familiares de esta clase, vemos que el anudamiento que no está dado de antemano por un marco discursivo preestablecido queda a cargo del sujeto, que pone a contribución los dispositivos de que dispone. Entre estos últimos podemos distinguir (sin olvidar que por otra parte están relacionados) el fantasma y el síntoma, relacionados con una producción discursiva de mayor o menor importancia, en la que él intentará restablecer los nexos que faltan.
El caso de las comunidades de descendientes de un mismo donante de esperma resulta extremadamente significativo, si atendemos a los testimonios que nos llegan de algunos de los sujetos implicados. Así, por ejemplo, dos muchachas adolescentes descendientes de un mismo genitor anónimo se proponen ir en su busca, planteándose la siguiente cuestión: "Me gustaría ver si me parezco a ese hombre y comprobar si ese merece ser mi papá" (dad). Esto resulta sumamente interesante, si se tiene en cuenta la queja previamente manifestada, en el sentido de que la imposibilidad de conocer al genitor produce un penoso sentimiento de incompletud. Así, para el sujeto, se trata de la tentativa de anudamiento entre una función imaginaria (parecido físico), una función simbólica (dad) y un elemento real, que es lo que se trata de buscar (equivocadamente, por supuesto, pero de un modo no menos significativo) en ese real validado por la ciencia que es lo genético.
En resumen, podemos decir que algunas formas contemporáneas de la familia, efecto por un lado de la democratización y por otro lado de la incidencia de la ciencia y la técnica, se pueden considerar como un retorno a la complejidad extendida tras un periodo dominado por la complejidad condensada. La diferencia entre lo que hoy ocurre y lo que ya había ocurrido anteriormente es la perspectiva de un desanudamiento, puesto que ningún marco discursivo preestablecido proporciona al sujeto un apoyo para la distribución de lugares y funciones. Sin duda, lo social produce nuevos discursos que suponen cierto modo de guía, por laxa que sea, pero la reconstitución del nudo corresponde en gran medida al trabajo del sujeto, con los dispositivos de que dispone, o sea, principalmente los que corresponden a su elaboración sintomática propia.