Diciembre 2004 • Año III
#11
Destacados

Neurosis de guerra en un niño excombatiente

Mario Elkin Ramírez

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Pablo Garber
Cuerpos astrales

En los niños de la guerrilla colombiana hoy podemos volver a encontrar la repeticion de esos sueños que le permitieron a Freud saber de la pulsion de muerte. Este trabajo da cuenta de que la fuente infantil del deseo del sueño, señala un horror dificil de ser velado. En una secuencia de testimonios, por la via de un variado bestiario, se situa como la crueldad infantil puede alcanzar a ponerse al servicio de la guerra. Este impasse con respecto a la identificacion a la especie humana, se lee en la perspectiva del necesario anudamiento Real, Simbolico, Imaginario.

A partir de los sueños repetitivos de los neuróticos de guerra, contados por sus discípulos, -los cuales sirvieron de los ejércitos imperiales en la Primera Guerra Mundial- Freud modifica su teoría del sueño como realización disfrazada de deseos reprimidos, ampliando el ámbito del deseo, más allá del principio del placer. Acude entonces a las tendencias masoquistas de yo, es decir, al puro cultivo de la pulsión de muerte. En consecuencia, estos sueños, realizaban deseos de muerte, y su repetición habla del tiempo pulsional.

Actualmente, este fenómeno se repite, en los niños excombatientes, reinsertados a la vida civil colombiana, por captura o entrega, y provenientes tanto de los grupos guerrilleros, como de los grupos paramilitares.

Así, uno de estos niños relata lo siguiente:

"Si tengo la comodidad de dormir encogido, así amanezco. Si me extiendo, me echo a soñar unos sueños, que son como pesadillas, pero que a la vez son una realidad. Sueño otra vez la guerrilla, peleando, que me están corretiando, que me van a matar, que me están matando o que estoy matando a alguien. Sueño de todo: con espantos, con gente querida, antigua, hasta gente que ni siquiera conozco. Sueño muchas cosas y siento como si me estuvieran jalando los pies, pero me despierto y no es verdad, sino que sueño. Entonces me da miedo, de una vez me paro y comienzo andar por ahí, a rondar, o escuchó música, o me pongo hacer ejercicio, porque allí en adelante ya no soy capaz de dormir, ya me queda despierto". [1]

La singularidad de estos nuevos sueños, es que son producidos por niños. Entonces, la fuente infantil de los deseos del sueño también ha sido modificada. Ya no se trata, de deseos "inocentes", como los de la pequeña Ana de comer más fresas, de navegar más tiempo por el ago; ni se requiere, como en caso del adulto, de una regresión suplementaria para realizar deseos infantiles reprimidos. Ellos son la representación directa de situaciones de horror sin ningún velo.

No obstante, estos deseos crueles y de castigo, se mezclan, de producciones imaginarias culturales, como los espantos, los fantasmas y las apariciones del folclor, en relación con los muertos que retornan para halar los pies de los vivos, como castigo por su agresión. El miedo proviene de la mezcla entre el sueño de castigo que se presenta con el espesor de lo real y la asociación de una vida anímica, cristalizada en las creencias populares sobre el alma en pena de los asesinados. En ello, se evidencia una elaboración infantil del sueño, que este adolescente resuelve en el insomnio, inervando su angustia mediante el ejercicio físico y la distracción musical.

Hay otra particularidad en estos niños neuróticos de guerra. Freud decía que la intervención de un hábil seductor, antes del levantamiento de los diques de la moral, la vergüenza, el asco, el pudor y el sentimiento estético, podría fijar al infante en la perversión polimorfa que se constituía en una predisposición a la prostitución. Podríamos decir que, en ese caso se producía un cortocircuito de la adolescencia en la medida en que se ponía en continuidad la sexualidad infantil y la sexualidad adulta.

Del mismo modo, tenemos la hipótesis de que en los niños combatientes, la intervención de un Otro en una temprana infancia, puede poner la crueldad infantil al servicio de la guerra, tal y como lo ilustran los siguientes testimonios.

Un niño que ahora tiene trece años y que ingresó, dos años antes a un grupo paramilitar relata:

"me volví amigo de ellos, sobre todo de la rata y de escorpión. Iba con ellos para todas partes [...] un día les dije que yo quería hacer un tiro. Me dieron un cartucho, lo cerrojié y quedó el arma cargada. Me dijeron: "Roberto, péguele al mango que está ahí". Le apunté al palo pero no me di cuenta de que detrás había una vaca. Disparé, el tiro traspasó el palo y le pegó a la vaca" [2].

En su relato, predomina una especie de imaginario animal, los apodos de sus mejores compañeros son " rata " y " escorpión ", haber matado una vaca, ese predominio luego le sirve de transición para matar seres humanos, mediando su propio cuerpo, también susceptible despedazamiento.

"Al otro día -prosigue- me tocó ir a prestar guardia y me quedé dormido. El muchacho que me recibió me dijo que pilas, [que prestara atención] que no volviera a hacer eso porque al que encontraban dormido la sancionaban quitándole la cabeza; ése era de los peores delitos que había, porque podía llegar la guerrilla y acabar con la tropa" [3].

Lo cual no es una práctica que corresponda a la ficción, para atemorizarlos, es literal, de donde su horror a la castración puede anudarse a una práctica real.

Pero el razonamiento este niño hace pensar en la explicación de Freud, de que el infante muchas veces se encuentra más cerca de la identificación con los animales domésticos, que con sus semejantes adultos, y que sólo después, puede alejarse de sentimiento de proximidad con los animales, al afianzar sus identificación con la especie humana.

Así, este niño declara que al descubrir en una de sus correrías al enemigo de su grupo, se sorprendió, dice: "cuando mire un poconón de gente allá pregunté: "¿esa es una guerrilla?". Me respondieron que si. Los mire en el otro cerro y entonces dije: "pero sí es gente, son seres humanos, ¿por qué uno les va a tener miedo?" [4].

El miedo se exorcizó al darse cuenta, de que sus enemigos eran de su misma especie y no de un bestiario infantil o maravilloso. Allí tuvo la certeza de que podía combatirlos.

Pero, la crueldad de los castigos hizo valorar su propia vida y la de sus semejantes al mismo nivel que la de los animales. De este modo, puede contar los horrores de la tortura de los prisioneros que capturaban en la misma serie de las muertes de sus compañeros a manos de su los comandantes de su propia tropa.

"por esa época –dice- mandaban los hijos del patrón, porque el dueño propiamente de todo estaba presa; un compañero lo hizo coger. A ese compañero le pegaron una matada que nunca le habían hecho a alguien. Lo cogieron, lo amarraron, lo torturaron, le sacaron los dientes con un alicate, hasta que no le quedó ni uno; dentro de las uñas le metieron alfileres y a lo último le arrancaron las uñas y empezaron a quitarle partecita por partecita. Ya cuando empezó a agonizar, a lo último, lo metieron dentro de una caneca y le echaron llantas y gasolina, lo taparon y listo, se quemó. Cuando fuimos a mirar no quedaba nada, sólo cenizas. Eso lo hicieron enfrente de todos. Fue la única vez que mire que mataron delante de todos, porque a todos nos reunieron, no dejaron ni los guardias; dijeron que teníamos que estar presentes todos porque a la próxima que se repitiera una historia de esas, ya no acababan con el man sino con toda la tropa. Eso se lo hicieron por sapo [delator]" [5].

Es un castigo de escarmiento, que anuda la crueldad con una curiosidad infantil; ir a ver que quedó de la víctima, se complementa con otra observación:

"[a] la última persona que vi morir, [moribunda] le abrí los ojos y me puse a mirárselos. Lo único que vi fue un cristal brillante, delgadito; yo miraba como una vaina delgaditica y como un cristal, prácticamente transparente, brillante; después no vi nada más porque quedaron blancos" [6].

La neurosis traumática de guerra, del mismo modo que lo constataban los psicoanalistas que trataron soldados en las guerras anteriores, en su propia terminología, consiste en la dificultad de conciliar su " yo de paz " con su " yo de guerra ", nosotros diríamos de integrar lo real del horror de la guerra con un anudamiento con lo simbólico y lo imaginario que permita sostener el conjunto de su psiquismo.

El relato de este niño continúa así:

"Lo que más recuerdo de esa vida anterior es que a mí me tocó participar como en tres masacres, en fincas y pueblos del Meta. Los matábamos porque eran guerrilleros, colaboradores o sapos. Entonces tocaba barrer. Como estábamos en zona guerrillera, barríamos. Cuando íbamos abriendo zona, llegábamos a una finca y acabábamos con todo. Me acuerdo tanto que vi morir a un pelado como de unos nueve meses de nacido, de brazos. Lo agarraron de los pies, de las paticas, y lo estrellaron contra un muro. El muro de cemento quedó manchado y a mí me dolió tanto en la cabeza me hacía bum. Si los papás estaban muertos en la finca, ¿para qué se iba a dejar vivo el niño? Tocaba barrer con todo. La orden era no dejar nada vivo, hasta el gato llevó también plomo" [7].

La crudeza de relato no puede impedir que podamos puntualizar, en primer lugar la persistencia de la animalización del cuerpo humano para poder matarlo, cuando usa, por ejemplo, como sinónimos los pies y las "patas" del lactante asesinado, o que en la misma serie de las personas también al gato le dieron bala. En segundo lugar, el transitivismo identificatorio con la víctima; en tercer lugar, la integración en el lenguaje de la guerra de una terminología higienista, que pasó del cuerpo limpio al alma pura, y luego al exterminio social, cuando de modo peyorativo se dice barrer o limpiar, refiriéndose a los enemigos; por último, la "justificación" de la barbarie, por tratarse de órdenes superiores o por una abnegación en el crimen, cuando se pregunta, por ejemplo, ¿para qué se iba a dejar vivo el niño, si ya no tenía padres?.

La hipótesis del uso de la crueldad infantil al servicio de la guerra en estos niños, sin mediación de ninguna ética, que los pusiera en conflicto con un " yo de paz ", se confirma en otros pasajes de su relato:

"recién entre me tocó matar a una persona. Me dijeron: "vamos a ver si sirve para estar acá" [...] cuando llegué a una finca había cuatro amarrados. Matamos dos un día por la mañana y a los otros dos al día siguiente: uno por la mañana y otro por la tarde. Me tocó despresarlos, descuartizarlos cuando ya estaban muertos. Hubo uno que yo acabe de rematar; le saqué manteca del pecho, lo eché en una bolsa y lo enteramos en un hueco de 50x 50. Esa manteca de muerto es muy buena para los barros, para cicatrices. Nosotros la revolvíamos con aceite Johnson's, porque pura lo seca a uno y le vuelve la cara fea" [8].

El rito de iniciación en el grupo pasa por dar muerte a un semejante, y luego descuartizarlo. Práctica que este joven nombra con el sinónimo "despresar", término sacado del lenguaje culinario, designando el modo de preparación de los animales. Asimismo, llama la atención el uso cosmético de la grasa humana, que estos adolescentes hacen en nombre de un precepto estético, combatir el acné, y, no obstante, su temor de volverse feos si la usan pura, da cuenta de una mezcla de creencia popular y de "culpa" que marcara en el rostro.

Después añade en la misma serie:

"Cuando le dimos a ese man [hombre] y me dijeron que le quitará la ropa, las piernas me quedaron tiesas. Yo no las podía encoger ni nada; a lo último me tocó hacerme masajes, y yo con miedo del corazón, me palpitaba y yo cerraba los ojos. Lloré del miedo tan berraco, de la lástima que tenía […] También me tocó descuartizarlo. […] Ahora yo sé cómo se despresa una persona. Después, como los seis meses donde quedó muerto uno, acostadito, se hizo como una zanjita, en donde lo mataron, y salió pasto verde, verde, verde, lo más verde, lo más bonito; un pradito pero pequeñitico. Y donde murió el otro nació una mata de cacao. Los manes comían de ese cacao -yo no- y decían que era dulcecito, que era lo más de rico" [9].

Ferenczi propuso una clasificación nosológica para las neurosis de guerra que las dividía en histeria de angustia e histeria de conversión. La parálisis en las piernas, correspondería a la segunda clasificación. También se verifica una identificación a la víctima que lo hizo llorar, del miedo y del pesar. Además, hay en su relato un rasgo de animismo y de totemismo. Este niño retrocede ante esa especie de canibalismo con el que inviste a la planta del cacao, abonado con un cadáver, él no prueba el fruto por su asociación con el muerto.

Pero lo que destaca como más traumático de aquello que vivió en la guerra, se refiere a otro aspecto:

"lo peor fue cuando vi morir a una señora de tres meses de embarazo. ¡Ay, Virgen santísima! Ahí sí lloré, lloré, y me encontraron llorando. Les conté porque era, y me dijeron que tranquilo. El comandante dijo que también le daba dolor, porque no quisiera que hicieran eso con su mujer o con su hijo, pero que órdenes son órdenes, y que si no se cumplen la milicia se acaba. A él también se le trataron de escurrir las lágrimas, pero al man que la mató no; incluso hasta la desnudó, y lo mató degollada" [10].

Cuando la víctima es asociada a una figura materna, en gestación, allí sí hay conflicto, este niño evoca la Virgen, es decir la madre santa, su propia madre. El comandante lo consuela comparando las víctimas con su propia esposa y su hijo, pero de nuevo desculpabiliza sus actos aduciendo que se trata de órdenes, cuyo incumplimiento, implica el final de la milicia; refrán que coloca por encima de todo la milicia como valor superior, disciplinar, viril, que hay que cumplir como imperativo categórico, es decir, como un mandato superyoico, obsceno y cruel, en nombre del cual se actúa, aparentemente sin el contragolpe de la culpa, por tratarse de un acto autorizado, obligado y colectivo. Por la comparación de la víctima, por parte del comandante con las figuras amadas también él podría conmoverse, pero esto es evitado por el otro niño que ejecutó fríamente la orden.

La explicación del ejercicio de la crueldad infantil, sin culpa, se encuentra ilustrada en otro relato de una niña, quien dice que:

"como al año de estar allá me dijeron que tenía que matar a una señora. Si uno se hace paraco [paramilitar], uno tiene que matar. Yo lloraba y le decía el comandante: "no, mi comando, yo no hago eso, yo no voy a matar a nadie". El me respondió: "si no la mata, tiene que morirse usted". Uno hacía las cosas obligadamente. Y, pues, lo hice. Fui y la mate. Me dio muchísimo pesar porque la señora tenía como tres meses de embarazo; yo lloraba, pero era ella o yo.

No se si la señora era sapa o que, pero me dio mucha tristeza.; uno sin estar acostumbrado a eso. Pero la mate y después ya no me daba miedo nada. Eso es como una costumbre, es como el vicio al cigarrillo, que uno no lo deja. Y así me envicié a quitarle la vida a la gente: si uno se siente obligado, que más da. Después me mandaron a matar a unos niños y a unos señores. Me volví malísima, porque uno allá le toca matar gente y le toca quitarles los dedos, despresarlos, descuartizarlos. El paramilitar es tenaz. Y me tocaba capar [castrar] hombres. Uno les pone una bolsa plástica en la cara para qué no miren lo que uno les está haciendo, para que sientan simplemente el dolor, luego los capa, los raja, y les pega un tiro cuando se están muriendo del dolor. Por eso es que para mí es durísimo ahorita olvidar todo eso" [11].

Ella evoca una ley de lo imaginario, la del estadio del espejo, cuando la imagen del semejante se le vuelve intrusiva, tratándose de la propia vida o de la vida de la víctima elige la propia, esquiva la culpa haciéndola depender, de una elección forzada y de la obligación en la guerra de matar. Pero luego dice que matar se vuelve un vicio, al que no se puede renunciar. Reconoce, aunque no subjetiva, que hay maldad en sus actos y que de ella proviene el imposible de su olvido.

NOTAS

  1. Guillermo González Uribe, Los niños de la guerra, Colombia, Editorial planeta, 2002, pág. 54.
  2. Ibíd., pág. 27.
  3. Ibíd., p.98.
  4. Ibíd., p.99.
  5. Ibíd., pps. 99-100.
  6. Ibíd., p. 117.
  7. Ibíd., p.115.
  8. Ibíd.
  9. Ibíd., pps.115-116.
  10. Ibíd., pps. 116-117.
  11. Ibíd., p.150.
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