Noviembre 2011 • Año X
#23
El orden simbólico en el Siglo XXI

El escándalo de la muerte joven: "La maté porque era mía"

Ernesto Derezensky

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Ninon Cottet - Desnuda en el taller (2010)
Tinta sobre papel. Gentileza de la artista.

La subjetividad de nuestra época se nos presenta afectada por el fenómeno de la violencia, a partir del tratamiento que los medios suelen darle, ésta se ha constituido como un significante amo que se ha impuesto en el discurso social. Es necesario aislar en ella lo que se muestra como fenómeno de lo que aporta como estructura, teniendo en cuenta que Lacan planteó que esta última opera en la experiencia "como la máquina original que pone en escena al sujeto". La violencia, ya sea como engranaje de esa máquina o como una respuesta posible del sujeto , requiere ser investigada en el trayecto de la subjetividad al fenómeno social y su retorno, aislándola como fenómeno actual e histórico y ubicando los distintos ámbitos donde se desencadena.

En el trabajo de investigación que desarrollamos en nuestro Departamento VEL encontramos una definición de la violencia, presentada por Lacan en El Seminario, libro 5, Las Formaciones del Inconsciente. Lo citaré: "La violencia es ciertamente lo esencial en la agresión, al menos en el plano humano. No es la palabra, incluso es exactamente lo contrario. Lo que puede producirse en una relación interhumana es o la violencia o la palabra. Si la violencia se distingue en su esencia de la palabra, se puede plantear la cuestión de saber en que medida la violencia propiamente dicha, para distinguirla del uso que hacemos del término agresividad, puede ser reprimida, pues hemos planteado como principio que sólo se podría reprimir lo que demuestra haber accedido a la estructura de la palabra, es decir a una articulación significante".

He elegido de un libro de Javier Sinay, un escritor que conjuga en su carrera periodística el interés por la cultura joven y el género policial, cuyo título es: Sangre Joven. Matar y morir antes de la adultez, un relato, un caso policial, que tuvo una enorme resonancia, se lo conoció como el crimen de la calesita. La tragedia ocurre en la intimidad de una familia santiagueña asentada en la ciudad de La Plata. El infierno es lo familiar. "Yo todavía no puedo creer lo que me pasó a mí con alguien de mi propia familia", relataba Francisca. Ella es la madre de Silvana una joven de 20 años que sostenía en secreto un romance con Jaime. También él tenía 20 años, es santiagueño, son primos hermanos. Vivían todos juntos en la misma casa. Cuando comenzaron con el asunto hicieron un pacto de silencio que fue invulnerable, el secreto duró dos años, hasta que la llama de la relación se apagó. El era muy celoso. Se le iba la cabeza cuando los hombres se acercaban a su Silvana. Todo se precipita cuando ella conoce a Gaspar. Lo trae a la casa familiar rápidamente y lo presenta como su novio. Jaime se mantiene apartado. Indiferente. El santiagueño trabajaba en una calesita. La cita a Silvana para exigirle que rompa con Gaspar. Hay entre ellos una disputa. Silvana lo increpa, le dice: "cornudo, crédulo, no te diste cuenta que te estaba usando". Jaime siente que se le nubla la vista, le dice que eso no puede ser, que si hacía eso la iba a matar. La tragedia se desencadenó. Fueron tres golpes, tres mazazos en la cabeza. Jaime creyó que estaba muerta y procedió a descuartizar el cuerpo, para enterrarlo luego en el cubículo central de la calesita. Casi dos semanas después de estos hechos Jaime es llamado a declarar como testigo, no como imputado, ya que sus compañeros de trabajo revelaron el noviazgo secreto con su prima. Para sorpresa de todos Jaime empezó a llorar desesperadamente y comenzó a hablar: "Lloro porque…yo amaba a Silvana, yo la quería para mí, y si no era mía, no iba a ser de nadie, no me importa si me matan o me dan perpetua…Yo la amaba."

Durante el juicio Jaime declaró que mientras hablaban de Gaspar y de su relación, le pidió a Silvana que se fuera, pero ella insistió en quedarse y burlarse de él, no podemos saber la verdad de esa escena, si ella dijo esas palabras duras, ofensivas. Jaime decía que la agresión verbal fue tan humillante que se enfureció, la golpeó, se le nubló la vista y se sintió perdido. Actuó sin pensar. Sin embargo los jueces no le creyeron y consideraron que tenía un plan para liquidar a su novia. A fines de octubre de 2004, el Tribunal en lo Criminal Número 1 de La Plata condenó a Jaime a la pena de prisión perpetua por homicidio calificado por alevosía; es decir, mató a Silvana al descuartizarla, mientras ella, inconciente por los golpes de la piqueta, estaba indefensa. Así lo había probado la autopsia.

Me interesa traerles este relato desde una cierta perspectiva. No quiero hacer una ilustración de algunas nociones psicoanalíticas, como la culpabilidad, la responsabilidad, el estatuto de la verdad, el pasaje al acto, o el diagnóstico y la imputabilidad del criminal. He intentado mostrarles como la violencia se desencadena, tal como lo señala Lacan, la violencia no es la palabra, incluso es lo contrario. Lo que puede producirse en una relación interhumana es o la violencia o la palabra. Hay un tratamiento de la violencia por los medios que es escandaloso, ¿en qué reside el escándalo? La muerte es banalizada. Solo basta con recordar el caso Candela, el accidente ferroviario cuyas imágenes son repetidas hasta el cansancio por la televisión. O el militar que asesina de un disparo al colectivero que atropelló a su esposa. La violencia no es eliminable. Es un síntoma social. No se la puede medicalizar y los intentos de prevenirla encuentran muchas veces su límite. O su impotencia. ¿Qué lugar para el psicoanalista? En las curas que conduce, en la ciudad que habita, ser el agente de un discurso que instaura un modo inédito del lazo social. Sin olvidar que no buscamos suprimir el síntoma. Es nuestra brújula, nuestra más segura orientación. Por lo tanto cuando el analista es convocado a intervenir en el debate público sobre los temas relacionados con la violencia, muchas veces presentados como el problema de la inseguridad, o la falta de autoridad, no se trata de presentarnos como defensores de un orden tradicional, o como nostálgicos del padre. Todo discurso nos muestra el poder de los semblantes. Ellos tienen un poder de regulación, de limitación de goce, de goces permitidos, no prohibidos y hasta prescriptos. El problema es que ningún discurso logra ordenar todo el goce. Utilizo el término discurso en el sentido de Lacan, no para designar el hablar, sino para situar los diversos modos de regulación de los lazos sociales. Constatamos que hay una banalización de la muerte que hace escándalo. También una promoción de las víctimas de la violencia. En ese punto tenemos una posición que es casi para nosotros un axioma a priori. A la víctima la pensamos como responsable de su padecimiento. Esto quiere decir que es ella quien puede responder a este padecimiento. Tratamos a la víctima como un sujeto responsable. Esta posición puede resultar escandalosa para muchos bienpensantes. Es que hay una violencia si ustedes quieren benéfica, es la violencia del acto analítico, que supone un forzamiento, un imperativo, que lleva a alguien a producir un cambio de perspectiva respecto de lo que le pasa. Esto implica que el sujeto debe aceptar, descubrir, y llegar a saber algo que no quiere saber. En su práctica el analista guarda relación con una cierta intimidad, una privacidad, sin relación con lo escandaloso. Pero tanto en las curas de las que se hace responsable, como cuando interviene en la esfera pública, el también tiene un imperativo, que es ético, la interpretación. De eso no debe abstenerse.

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