Dolly nació del malestar. Pasiones tristes de esas que el discurso universitario tiene el privilegio de suscitar, la página en blanco que abisma, las páginas llenas que angustian y los plazos, las referencias inagotables, las evaluaciones, la eficiencia, y el título que nos hace muecas mientras espera nombrarnos al final del camino de una tesis, finalmente igualados por la famosa unidad de valor. Un alto forzado que hacemos en la impotencia se multiplica cuando se agarra la recta final.
Así era la cosa cuando un atajo se ofrece a la libido. Un género saudosista que aún cuenta con adeptos, la marchinha de carnaval, que reina en la ciudad maravillosa pero que arrastra gentes por todo el Brasil, rescata súbitamente del marasmo afásico. Con su vocación irónica y su plasticidad de velo esta música, hija de un momento, consigue una operación brutal de reducción que deja al autor más leve por ya no precisar tomarse tan en serio. Le permite asimismo apropiarse de la estructura de su paper en un fragmento. Elemental como el Sputnik, "La inquietante extrañeza del objeto técnico" que provocaba el tormento se encarnó.
Con la alegre inutilidad de un chiste, el Lustgewin surge del encuentro con el otro que sabe hacer sonar las notas justas. Diosa de la era en que la tecnología trastorna lo real de la vida, así la definió Jam hace tiempos, les forwardeo "Dolly" para ser escuchada por tras de lo que se oye. Y olvidada.
Marcela Antelo
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