Noviembre 2008 • Año VII
#18
Dossier: Psicoanálisis y criminología

Los que saben están excluidos

Luis Seguí

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Personaje detras del muro - 2001
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Martha Zuik

Ante los episodios criminales y de violencia de género contemporáneos -testimonios de una crisis de la noción de responsabilidad y del castigo-, el autor sitúa a las habituales reacciones sociales en continuidad con la concepción sanitaria de la penología -dispensada por especialistas de la salud mental y los garantes del orden público- que se extravían en su ignorancia sobre el goce. Asimismo, el discurso psi -correlato científico del capitalismo- responde con la enfermedad y su tratamiento -guiado habitualmente por técnicas conductuales y farmacológicas- eludiendo la asunción de la responsabilidad penal y subjetiva. En consecuencia, el psicoanalista y su experiencia dialéctica del sujeto, queda excluido de este proceso.

Remedando la trágica experiencia de Robert Thompson y Jon Venables, que tenían diez años cuando en l993 torturaron y asesinaron a un niño de dos, en mayo pasado otros dos niños, esta vez argentinos de siete y nueve años, también torturaron y asesinaron a una niña de dos. Son casos criminales excepcionales, pero más frecuentes de lo que se nos quiere hacer ver. En abril de este año se descubrió en Amstetten (Austria) el sótano en el que Josef Fritzl, de 73 años, mantuvo durante 24 años encerrada a su hija y a los hijos-nietos que tuvo con ella. También en Austria estuvo secuestrada en un zulo durante ocho años Natascha Kampusch, hasta que pudo escapar en 2006. En el mismo mes de abril de este año, en un pueblo de la provincia de Murcia, un sujeto asesina a su madre, le corta la cabeza y con ella envuelta en un trapo se pasea por el pueblo; cuando le detienen dice: "la quiero mucho, ahora está callada". Sucesos a los que se agregan, desafortunadamente, frecuentes hechos de violencia de género -"violencia machista"- que tienen como víctimas, en un altísimo porcentaje, a mujeres asesinadas por sus actuales o ex parejas, y, en ocasiones, seguidos por el suicidio del victimario.

¿Cómo reacciona el entorno social en general y las instituciones en particular ante estas situaciones de violencia? Con expresiones de horror, especialmente cuando los protagonistas son niños; con un sentimiento de culpa más o menos soterrado por haber mirado hacia otro lado durante años -como ha ocurrido en Austria-; con santa indignación y reproches a los poderes públicos -por la ineficacia de las instancias que tienen atribuidas las funciones de protección ciudadana- ante cada asesinato de mujeres. Y también, ante los sucesos más perversos, como el de Amstetten, negando la condición humana de Joseph Fritzl: es un monstruo, no es como nosotros, es ajeno a este mundo; un recurso para evitar confrontarse con el horror que les devuelve el espejo: si es humano, ese Otro puede ser cualquiera.

De inmediato, se actualizan las discusiones acerca de cómo poner fin a estos hechos y se interpela a la policía, a los jueces, a quienes hacen las leyes pero además a los especialistas en salud mental: ¡ha entrado en acción aquello que Jacques Lacan y Miguel Cénac denominaran "la concepción sanitaria de la penología"[1]!

Anticipándose en muchos años a lo que Pierre Legendre llama el discurso psi -la importancia cada vez mayor asignada a la intervención de psicólogos y psiquiatras-, Lacan y Cénac vinculaban la aparición de aquella concepción con los ideales del humanismo travestido en un utilitarismo de grupo: "Y como el grupo que hace la ley no está, por razones sociales, completamente seguro respecto de la justicia de los fundamentos su poder, se remite a un humanitarismo en el que se expresan, igualmente, la sublevación de los explotados y la mala conciencia de los explotadores, a los que la noción de castigo también se les ha hecho insoportable"[2]. Hay, pues, una crisis del concepto de responsabilidad -y por lo tanto del castigo- que genera al mismo tiempo un vacío de respuesta a lo indecible del crimen y opera a favor de delegar en "los especialistas" la ejecución de un tratamiento curativo del mal.

Una sentencia del Tribunal Supremo español del año l999, en la que se reconoce un cambio de criterio con respecto a la responsabilidad criminal de los denominados psicópatas -la psicopatía acababa de ser reconocida como enfermedad mental por la Organización Mundial de la Salud-, expresa que "a partir de ahora, sobre lo que tienen que preguntarse los Tribunales, cuando el autor del delito padezca cualquier anomalía o alteración psíquica, no es tanto su capacidad de entender y querer, sino su capacidad de comprender la ilicitud del hecho y de actuar conforme a esa comprensión". La expresión "lo que tienen que preguntarse los Tribunales" es, en realidad, un eufemismo. Los jueces no se preguntan a sí mismos sobre asuntos acerca de los cuales lo ignorar casi todo. Cuando los jueces deben instruir o decidir en asuntos que requieren conocimientos específicos para pronunciarse sobre la imputabilidad total o parcial o sobre la eximente de responsabilidad de un acusado, recurren a los psicólogos y psiquiatras que, DSM-IV en mano, dictaminan si el sujeto tiene capacidad para comprender "la ilicitud del hecho y de actuar conforme a esa comprensión".

¿Qué problemas se plantean llegados a este punto? Los llamados "juicios de Dios", vigentes en el medioevo, sometían a los sujetos inculpados a una doble instancia. La secularización de las sociedades occidentales y la evolución del derecho penal parecen haber sustituido aquella doble instancia por otra, en la que la ley, como primera garantía de los derechos de los acusados, tiene que contar con el discurso psi, pues, como indica Legendre: "el psiquiatra remite su informe al juez y pronuncia al mismo tiempo un juicio de Dios en la dirección del inculpado"[3]. Precisamente, se trata de "la imposibilidad, para el psiquiatra, de asumir el estatuto de simple experto científico en un proceso criminal (...) porque la psiquiatría, incluso científicamente concebida y practicada, no puede disponer del poder de transformar la cuestión de la causa última del crimen en un discurso dirigido al juez que se reduciría a la exposición de un diagnóstico. Esto es lógicamente imposible, ya que, en verdad, el psiquiatra se dirige también al inculpado, y su experiencia toma para éste el peso de una palabra"[4]. Una palabra que con-nota, diríamos, pero la pregunta es si esa palabra puede o no favorecer la división subjetiva del inculpado, haciendo emerger la culpa, independientemente del pronunciamiento judicial.

La "concepción sanitaria" y asistencial del derecho penal -con la variada gama de medidas de control alternativas o complementarias a la prisión- proporciona a los acusados la ocasión de identificarse como enfermos, sancionando así una característica que los teóricos del labelling approach aparentemente no habían previsto: el etiquetamiento pacifica a los mismos inculpados... y des-responsabiliza a la sociedad (incluidos, claro, jueces y psiquiatras). Sin embargo, tanto en la experiencia clínica como en los tribunales, se muestra que una psicosis no anula necesariamente en el sujeto la conciencia de hacer el mal y de querer hacerlo, y por lo tanto, de asumir la responsabilidad – es decir, el castigo- y hacerse cargo de las consecuencias, “pues todo psiquiatra puede demostrar que la conciencia del carácter ilegal del acto o la omisión (...) acompaña a menudo al acto homicida consumado por psicóticos comprobados"[5].

Esencialmente se trata de una ignorancia acerca de lo que toca al goce. Contra lo que se podría pensar, el derecho sí sabe del goce -"la esencia del derecho reside en repartir, distribuir, retribuir, lo que toca al goce"[6], ha dicho Lacan-, pero fracasa en su intención de regularlo porque desconoce la dimensión subjetiva del acto.

Un buen ejemplo de impotencia legislativa lo constituye la Ley de Protección Integral contra la Violencia de Género española, que define este fenómeno como "una violencia que se dirige contra las mujeres por el hecho mismo de serlo", y el síndrome de la mujer maltratada como aquellas agresiones sufridas por la mujer "como consecuencia de los condicionamientos socioculturales que actúan sobre el género masculino y femenino". La intención declarada de la Ley es la de "prevenir, sancionar y erradicar esta violencia". ¿Erradicar? Después de más de cuatro años de vigencia, las agresiones mortales contra mujeres no han disminuido en España, pese a que se han puesto en funcionamiento unos medios policiales, judiciales y de apoyo social antes inexistentes -aunque es posible que esas medidas haya contribuido a evitar un incremento de víctimas-, lo que ha provocado la consiguiente desazón y cierta perplejidad a quienes tienen una visión taumatúrgica de la ley, y especialmente a los movimientos feministas que hacen del victimismo una causa y un factor movilizador: muchas mujeres maltratadas o amenazadas que han obtenido de los juzgados órdenes de alejamiento de sus agresores, separadas de hecho o de derecho... desisten de las denuncias, vuelven a la convivencia con el maltratador vulnerando, ellas mismas, las órdenes de alejamiento, para retornar a una situación de padecimiento gozoso, en ocasiones mortal.

¿Y cómo responden las autoridades políticas y judiciales a la presión de la opinión publicada? Con promesas de mayor rigor legal, de proveer de más medios preventivos y represivos para "acabar con la violencia de género", e incluso amenazando a las propias víctimas con un castigo penal si desobedecen órdenes judiciales por ellas mismas solicitadas... Y la frecuencia, a su vez, con la que los victimarios se suicidan después de cometer su acto homicida ¿no es un desafío al goce de la ley, a la que le es sustraída cualquier posibilidad de castigo, reparación y exigencia de responsabilidad porque el suicida, lejos de asumir las consecuencias de su acto ante el Otro, queda fijado en la culpa y en el autocastigo? Y a las otras víctimas, cuando aceptan ser encasilladas en semejante condición, ¿no se les cierra acaso la oportunidad de elaborar su duelo?

En estos tiempos de triunfo planetario del discurso capitalista, que encuentra en el discurso psi su correlato científico, nuestras sociedades occidentales -pero no sólo en ellas- son capaces de producir innumerables gadgets que obturan el deseo, provocando nuevos malestares. La precariedad es el nuevo síntoma; los sujetos infantilizados encuentran nuevos modos de gozar mediante el acceso al consumo de objetos; y quienes ven obturado ese camino, convierten su frustración en los fenómenos de desinserción que vemos crecer a diario. En este contexto la alianza entre la religión y la tecnociencia provee la ilusión de sutura: el malestar se vela tras el concepto de enfermedad social y las enfermedades, como es sabido, requieren el auxilio de la ciencia y si se desbordan, de la policía y los tribunales.

El etiquetamiento como enfermos antes que como criminales, y teniendo en cuenta que el tipo de tratamiento al que son sometidos está guiado habitualmente por técnicas conductuales y farmacológicas, elude de un lado la asunción de la responsabilidad por la vía penal, y al mismo tiempo la asunción subjetiva de la culpa y la responsabilidad. De este proceso, el psicoanalista ha quedado excluido cuando es "el único que posee una experiencia dialéctica del sujeto"[7], aquel que "resuelve un dilema de la teoría criminológica: al irrealizar el crimen no deshumaniza al criminal"[8], y el que "con el expediente de la transferencia da entrada al mundo imaginario del criminal, que puede ser para él la puerta abierta a lo real"[9].

Madrid, julio de 2008.

NOTAS

* Luis Seguí es miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis (ELP-Comunidad de Madrid) y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP).

  1. Lacan J. Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología. Escritos I Ed. Siglo XXI Bs. As. 1992 Pág. 129.
  2. Ídem anterior.
  3. Legendre P. El crimen del cabo Lortie. Ed. Siglo XXI. México 1994. Pág. 58.
  4. Ídem Pág. 57.
  5. Ídem Pág. 59.
  6. Lacan J. Aún Ed. Paidós Bs. As. 1992 Pág. 11.
  7. Lacan J. Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología. Escritos I Ed. Siglo XXI Bs. As. 1992 Pág. 131.
  8. Ídem Pág. 127.
  9. Ídem anterior.
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