Noviembre 2008 • Año VII
#18
La opinión ilustrada

Poetas de la ley

Héctor Tizón

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Fiura femenina - 1978
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Martha Zuik

En una breve pero concreto escrito, Héctor Tizón nos brinda su opinión sobre la relación entre un juez y un escritor (relación que además ubica en los inicios en el cruce entre el derecho y la literatura), para arribar a la idea de que el juez lleva a cabo un acto creador con su sentencia, mientras que el escritor inventa con su escritura.

En el prefacio de su libro sobre la poesía y la ley, la jurista norteamericana Martha Nausban nos recuerda a Walt, quien dijo que, sin la participación de la imaginación literaria, "las cosas son grotescas y excéntricas, infructuosas". Su propósito era describir ese ingrediente del discurso público cuya ausencia Whitman notaba en su época. Y nace de la convicción de que la narrativa y la imaginación literaria no solo no se oponen a la argumentación racional sino que pueden aportarle ingredientes esenciales.

Se trata del derecho, del saber de los juristas, de los jueces y de la literatura. Estos elementos serían incompatibles no solo para el entendimiento vulgar o medio sino hasta para Platón –que desterraba a los poetas de la república–; sin embargo, es absolutamente lícito asociarlos, soldarlos incluso. En la actividad académica de los Estados Unidos, el curso de Derecho y Literatura fue inventado por James Boyl White, a principios de la década de 1970, y revivido por Richard Posner, juez, a fines de la década siguiente.

A poco que nos adentremos en el asunto, nos iremos dando cuenta de hasta dónde la función narrador-poeta y la de un jurista-juez tienen puntos en común.

Un buen juez no es una máquina que mira, oye y aplica las normas de la ley, sino mucho más que eso: un buen juez es el que tiene emociones, no irracionales, en el sentido de estar totalmente divorciadas de la cognición y el juicio, claro está. Es más, podemos estar seguros de que las emociones puestas en esa dirección son esenciales para el buen razonamiento. Un juez no se maneja con estadísticas, ni éstas deben influir en sus decisiones; el análisis numérico sirve para la confrontación y el distanciamiento, pero no le sirve a la justicia. Desgraciadamente, en la educación posmoderna a los niños se les enseña a calcular, pero, ¿se les enseña a amar?

Las normas de la ley no son cápsulas vacías, sino conducta humana, biografías. Un hombre es su comportamiento. Este axioma de la ciencia de derecho lo es también de la novela, puesto que ésta no es mucho más que la narración del comportamiento de sus personajes. La capacidad para ver la vida de la gente a la manera del novelista, como dijo Stephen Breyer –juez de la Corte Suprema de Estados Unidos– es parte importante de la preparación de un juez. Un buen juez debe reunir no solo dominio técnico sino también sentimiento e imaginación.

No es oficio de poeta ganar lectores, ni el de juez ganar adeptos, clientela o beneplásito del Poder. La función de ambos, aparentemente tan distinta pero compatible, está relacionada teleológicamente con otros valores.

El novelista no trabaja con seres disecados; la obra literaria, como decía Valéry, vale en "el estado de dicción". Y la sentencia, forma parte de la expresión judicial, también. Cada sentencia es un acto creador, es decir una "construcción" –no una invención– a partir de lo existente, de la historia, del caso. Y también la literatura lo es, porque –otra vez Valéry– la verdad en literatura es su construcción.

Naturalmente, también las asimetrías existen y, de alguna manera, son necesarias. La riqueza de la obra de ficción literaria está en la ambigüedad, en su plural anfibología; en cambio una sentencia, sin necesidad de ser lapidaria, reclama la precisión, no lo definitivo, sino lo preciso, porque su fin es el deslinde. El lenguaje poético sugiere, el jurídico debe dar a cada uno lo suyo. Además, la ficción literaria no le concede ningún valor al pasado, la continuidad poética lo tiene sin cuidado. Y para un juez, el precedente –la jurisprudencia– es casi siempre una ineludible historia encadenada.

Tanto el poeta como el juez buscan las palabras con ahínco, y las buscan así porque deben hallar las mejores. Pero ni en la obra literaria ni en las sentencias judiciales el objeto del discurso puede ser excluyentemente del discurso mismo.

El juez, como poeta, sin abandonar la emociones, debe dejar sus propios sentimientos en el tintero. Una catedral no se construye con la fe, sino con las reglas de arte arquitectónico. Lo mismo acontece con la labor del juez.

Escribir, para un escritor, es tratar de desentrañar su verdad; un juez debe perseguir y develar "la verdad jurídica objetiva", o lo que se tiene por tal y es aceptado históricamente.

En poesía, a veces tienen mayor dignidad el sonido y el ritmo que el discurso; esto no debe suceder jamás en una sentencia judicial, que es quizá de todos los géneros del discurso el que más la reclama para sí le mot just, el vocablo adecuado. La palabras en poesía son metafóricas o valen con significaciones variadas.

Un juez está atrapado en la historia, en la existencia y valoración precisa de las pruebas. Un novelista también, pero puede, en definitiva, hacer que llueva cuando a él se le da la gana. El juez, en su fallo, puede decir que llovía, si es que ello es necesario y sirve para encadenar un sentido; el novelista, en cambio, puede crear la lluvia.

* Virtualia agradece a Héctor Tizón por su amable autorización y a Lidia López Szchavelzon por su gestión para la publicación de este artículo.

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