Octubre 2001 • Año I
#3
Destacados

El acto y su borramiento

Miquel Bassols

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Guillermo Kuitca
Untitled (Big Belt Conveyor), 2000
Óleo sobre lienzo
77 1/2 x 88 pulgadas

En tanto ubicamos el acto psicoanalítico y su lógica, tal como Lacan la ha delineado, podemos abarcar su funcionamiento y su verificación, por ejemplo, en el acto obsesivo y en el acto histérico. Este artículo describe con rigurosidad tales instancias, para demostrar que el acto analítico, en lo impredecible de sus consecuencias y de lo que un sujeto hará con ello, inaugura una nueva ética.

Hay una paradoja en hablar de “el acto y su borramiento”, porque, precisamente, el acto es aquello que deja una marca imborrable en el sujeto, es el paso del Rubicón después del cual ya nada puede ser igual en la suerte que ya está echada. ¿Cómo tiene lugar esta dimensión del acto en el sujeto? Veamos primero cómo la aborda Lacan en su “Reseña de enseñanza” del seminario El acto psicoanalítico, de los años 1967-1968:

“El acto (a secas) ha lugar de un decir, cuyo sujeto cambia”.[1] Es una breve definición de Lacan que conjuga tres términos para darnos una lógica muy precisa de la especificidad del acto. No hay acto sin un decir, sin una enunciación en el campo del lenguaje. Y es por el acto que el sujeto de ese decir, de esa enunciación, se modifica de un modo irreversible. Ahí donde hay acto hay, pues, enunciación y hay modificación subjetiva.

Señalemos, si embargo, que para Lacan “un decir” es ya algo más que una enunciación. El decir compromete la particularidad del sujeto de enunciación con el goce fijado en su fantasma. No se trata de una enunciación pura sino que su sentido toca de alguna manera el goce pulsional del sujeto. Así, donde hay acto hay también modificación de la posición del sujeto frente a la pulsión, hay una dimensión que toca su condición de sujeto de la defensa frente al goce.

La pregunta podría ahora invertirse: ¿siempre que hay un decir hay acto? ¿siempre que hay un decir hay modificación subjetiva? La experiencia nos muestra que no siempre es así. Más bien al contrario, la experiencia nos muestra lo excepcional de una modificación subjetiva de este orden, del sujeto de la defensa frente a la pulsión. Cuando hablamos, por ejemplo, de “alterar” (deranger) al sujeto de la defensa, nos referimos a esa dimensión que sólo el acto pone en juego y que el propio Lacan, en el texto citado, dirá que “está al alcance de toda entrada en análisis”. Pero para ello, no basta la ubicación del sujeto en la estructura significante de la enunciación, no basta la localización del sujeto del significante para que la dimensión del acto se ponga en juego.

Precisamente, la dimensión del acto apunta a aquello que en la estructura del lenguaje no es reducible al significante, apunta a la dimensión del objeto causa del deseo en el que se funda la particularidad del decir del sujeto. Cuando se trata del acto, lo que actúa como causa no es tanto el significante como el objeto de la pulsión. Y es por ello que, finalmente, será más lógico decir que el verdadero agente del acto no es el sujeto de la enunciación significante sino el objeto causa del deseo y que ese sujeto de la enunciación, en todo caso, será efecto del acto y no tanto su agente.

Esta nueva dimensión y esta nueva lógica del acto sólo se pondrán de manifiesto a partir del acto psicoanalítico tal como Lacan lo situará: “Nunca visto ni oído a no ser por nosotros, es decir, nunca señalado, y aún menos cuestionado, el acto analítico...” [2] En esta nueva lógica, el agente del acto es el objeto causa del deseo y el sujeto de enunciación es su efecto, lo que queda escrito en la parte superior del Discurso del Analista:

a --> $

En realidad, el sujeto que así se constituye como efecto del acto lo hace en su propio borramiento, en su propia tachadura, como sujeto vaciado de su ser. Una vez cruzado el Rubicón, Julio César es un sujeto vaciado de su ser anterior, un sujeto a la búsqueda, a la conquista de un nuevo ser en otro lugar desconocido. A la vez, el ser de Julio César es ya, en la apuesta de la suerte que ya está echada, lo que le impulsa en el acto de cruzar el Rubicón haciendo de esa acción y de esa enunciación, un verdadero acto.

Veamos cómo esta lógica, que sólo el acto analítico ha puesto al descubierto, puede “reverberar más luz sobre el acto” [3] en otros registros. Veamos, por ejemplo, cómo funciona esta lógica en el registro del acto obsesivo.

Recordemos una breve observación de Freud en el caso del Hombre de las Ratas sobre un acto obsesivo establecido en dos tiempos: “El día en que su amada se marchó, el sujeto tropezó en una piedra de la calle y tuvo que apartarla a un lado porque se le ocurrió que, al cabo de pocas horas, pasaría por allí el coche de su amada y podía tropezar y volcar en aquellas piedras. Pero minutos después pensó que todo aquello era un disparate, y tuvo que volver y colocar de nuevo la piedra en el lugar que antes ocupaba en medio de la calle”. [4]

Se trata, en efecto, de un acto en dos tiempos, cuya primera parte, como señala Freud, es anulada por la segunda. El deseo indicado en el primer tiempo, deseo que divide al sujeto, intentará ser borrado del camino en el segundo con la reintegración de la piedra a su lugar original. Pero esta reduplicación no hace más que ahondar de modo más certero la huella del deseo en el sujeto del primer tiempo.

En efecto, se trata de un acto en la medida en que el sujeto del primer tiempo ha marcado por un decir su huella en el camino. El retorno a esa huella en el segundo tiempo, el intento de borrarla, está destinado a reduplicarla sin cesar, lo que sienta las bases de la compulsión del acto obsesivo. El sujeto modificado por su decir no podrá ya eliminar del camino ese objeto irreductible que ha sido causa de su división.

Veamos un segundo caso referido por Freud en el mismo texto del caso del “Hombre de las Ratas”. Se trata de otro paciente obsesivo que le relató una vez la siguiente anécdota: “Caminando un día por los jardines de Schönbrunn le dio un puntapié a una rama caída en el suelo. La recogió y luego la tiró en el seto que orillaba el sendero. Camino de su casa fue súbitamente sacudido por la inquietud de que la rama en su nueva posición pudiera sobresalir un tanto del seto y así dañar a alguien que pasara por el mismo lugar después de él. Así las cosas, se vio obligado a abandonar el tranvía, volver rápidamente al parque, encontrar el lugar y colocar la rama de nuevo en su posición original; aunque, claro está que cualquier otro, a excepción del paciente, vería que, muy al contrario, se hacía más peligrosa a los transeúntes en esta posición que puesta en el seto. El segundo acto hostil, que lo efectuó movido por una compulsión, le fue tapado para su conciencia con razones que pertenecían en realidad al acto primero filantrópico” [5].

Freud analizará esta forma del acto obsesivo en dos tiempos, “cuya primera parte es anulada por la segunda”, como un nuevo tipo de formación de síntomas diferente al de la histeria, donde una sola representación condensa dos impulsos antitéticos. En el síntoma histérico y en el acto que lo representa, se produce la relación de la división subjetiva ante el significante amo que condensa esos dos impulsos antitéticos:

$ --> S1

El sujeto mismo se identifica con la división producida por los dos impulsos antitéticos, -por la pulsión y su defensa si queremos decirlo así– y constituye el síntoma en un único movimiento (S1) que condensa esa antítesis. Lo que queda velado bajo la división subjetiva es el objeto pulsional del goce (a).

En cambio, en el acto obsesivo encontramos los dos impulsos desplegados en dos tiempos distintos y al sujeto rechazando la división que se produce entre esos dos tiempos del significante. En un primer tiempo satisface el amor, en el segundo el odio, pero con las razones del primer tiempo. Se produce así un desdoblamiento del significante, un intervalo temporal, y el intento de borrar la división subjetiva efecto de ese intervalo. Pero ese intervalo es, precisamente, el que da testimonio de un goce irreductible en el sujeto, de la presencia de la pulsión que se traducirá en la compulsión a volver sobre ese intervalo para intentar abolirlo.

Este es, por otra parte, el fin al que tiende todo acto obsesivo: eliminar el objeto causa de la división subjetiva en el que se funda el agente de todo acto. Es un fin frente al que el sujeto, rechazando su propia división, se mostrará siempre impotente, dada la imposibilidad de eliminar de la estructura ese objeto en el que se condensa su goce. Si quisiéramos escribir esta imposibilidad, podríamos invertir los términos en la lógica que nos ha mostrado el acto psicoanalítico:

S -->

Aquí es el sujeto el que, rechazando su división, intenta tachar, borrar el objeto que la causa en el acto. La imposibilidad de tal operación, imposibilidad que se traduce en la impotencia del sujeto obsesivo, volverá una y otra vez sobre él apuntando a su división más íntima sin solución posible. La imposibilidad lógica de borrar la dimensión del objeto de goce, por el hecho de que ese objeto consiste en su pura presencia como algo no negativizable, como algo no tachable, se traduce en el sujeto como la impotencia del acto.

Así es como el acto compulsivo se instituye como impotente para borrar lo que todo verdadero acto pone de manifiesto: que el sujeto deja de ser el mismo después de haber pasado por él. Cuanto más el sujeto vuelve sobre su huella para borrarla, más la hace existir, más hace existir al Otro al que dedica, en realidad, los honores paradójicos de su acto compulsivo. Ese Otro puede ser, en el caso del Hombre de las Ratas, tanto la “dama de sus pensamientos” como el padre muerto, ese Otro de la neurosis obsesiva que, al decir de Lacan, “se aviene a ser llenado por un muerto”.

De este modo, el acto obsesivo hace existir al Otro al que dedica su impotencia para borrar la huella del goce que podría fundar finalmente su acto. En este sentido, sigue la estructura que Lacan analiza como propia del acting out, el acto que se dirige al Otro para señalarle la impotencia en relación a la verdad del goce, verdad que, a la vez, quiere borrarse del camino hecho por ese mismo acto. Es una tarea imposible, al estilo de la tarea de Sísifo, y para ello el sujeto instituirá toda clase de normas y remedios que intentarán regular y liquidar el goce del objeto por medio del significante.

El acto analítico, por el contrario, es el que podría fundarse en el objeto como causa, como agente, para modificar al sujeto del significante. Lacan, en el mismo texto citado, situará así su novedad:

“En la ética que se inaugura con el acto psicoanalítico, (...), por haber partido del acto, (...), la lógica gobierna, y de seguro ya que encontramos en ella sus paradojas [esa lógica del acto no deja de tener sus paradojas]. A menos que, seguro también, se le añadan tipos, normas, como meros remedios [sería la obsesivización del acto]. El acto analítico, para mantener su avanzada propia, no ha de mezclarse en estos asuntos.”

Pero es por eso mismo que, como señala un poco más adelante, “el propio acto psicoanalítico está siempre a merced del acting out”, es decir no puede predecir de antemano la posición del sujeto que resultará de él, ni si este sujeto querrá volver sobre su propia huella para intentar borrarla.

NOTAS

  1. Lacan, J., "El acto psicoanalítico", en Reseñas de enseñanza, Hacia el tercer encuentro, Buenos Aires 1984, p. 47.
  2. Ibídem.
  3. Ibídem.
  4. Freud, S., "Análisis de un caso de neurosis obsesiva", Obras Completas, Biblioteca Nueva, tomo IV, Madrid 1972, p. 1458.
  5. Op. cit., p. 1459-60, n. 841.
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