Enero 2016 • Año X
#31
Debates / Bordes y perspectivas

Mujeres, las mejores analistas, a veces las peores

Marita Hamann

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Piezas sueltas
María Eugenia Cora

Una mujer no está privada del goce fálico, dice Lacan[1], no lo tiene menos que el hombre, solo que por ese hecho, "no obtiene menos el efecto de lo que limita el otro borde de este goce, es decir, el inconsciente irreductible". Es en eso, agrega, que las mujeres son "las mejores analistas, a veces las peores": "Es con la condición de no aturdirse de una naturaleza antifálica, de la que no hay ella en el inconsciente, que ellas pueden oír lo que de este inconsciente no es para ser dicho".

¿Qué quiere decir Lacan con aquello de "no aturdirse de una naturaleza antifálica, de la que no hay ella en lo inconsciente"?, nos preguntamos. En primer lugar, parece advertir sobre cierta actitud castradora femenina (pero no únicamente) que arremete contra todo aquello que parezca relacionarse con alguna totalidad expresada, por ejemplo, como sabiduría o potencia. Pero esta primera lectura, proveniente de una caracterización rápida de lo que habrían sido ciertos movimientos feministas, puede sin embargo relacionarse fácilmente con la reivindicación y con el sentimiento de minusvalía provenientes de la imaginarización del falo: la tan mentada envidia del pene o el sentimiento de tenerlo muy pequeño. ¿Se referirá Lacan a e esto cuando habla de la "naturaleza antifálica" a la que una mujer puede ceder? ¿A una naturaleza imaginariamente fálica, a fin de cuentas?

Hay también otras lecturas posibles. La mujer puede teñirse de una naturaleza antifálica cuando desprecia el valor de los semblantes para capturar lo real, porque puede ser especialmente sensible a la distancia que hay entre lo que se dice y lo que efectivamente ocurre, porque para ella misma puede ser difícil de soportar la inconsistencia del Otro, lo no- todo que existe sin nombrarse, dado que no toda ella puede tampoco ser inscrita por la lógica fálica. Puede aturdirse, entonces, quedar confundida, desconcertada o pasmada, de desprenderse de ese borde fálico que alcanza, sin embargo, para elaborar algo de ese irreductible, "como procurándoles el goce propiamente fálico", añade incluso Lacan. Conviene no aturdirse, entonces, por esa suerte de inconsciente real, irreductible, que no alcanza a inscribirse en el sistema del inconsciente propiamente dicho, que es aquel que en primer lugar interpreta al sujeto en un campo donde el errar es seguro de saque; me refiero aquí a la verdad mentirosa del inconsciente, al proton pseudos freudiano. "El Otro falta. Me parece extraño a mí también. Aguanto el golpe sin embargo…".

Así termina Lacan su intervención del 15 de enero de 1980, cuando disuelve la Escuela que había creado, solo como siempre estuvo en relación a la causa analítica; como se está siempre, cuando el sujeto se aviene a dejarse orientar por el pálpito de lo que realmente existe.

Por otra parte, puede suceder que las mujeres analistas se dejen llevar por una erotomanía que las realizaría como únicas, una posición que hace sentir el peso del superyó femenino y que empuja a alienarse en una satisfacción transferencial contraria al acto analítico. También pueden deslizarse hacia la posición de la madre. En este caso, la afinidad consiste en que a la posición analítica, como a la de la madre, se le supone alguna aureola; se podría pretender así compensar neuróticamente las dificultades con la castración. A lo que debe agregarse la rotunda afirmación de Lacan en el sentido de que es imposible ser el padre de su analizante, menos todavía la madre, pero "es sin embargo de esto de lo que se trata"[2], dado que es a la madre a quien en primer lugar se pide lo que no tiene: el falo. De manera que, estrictamente hablando, lo materno no solo es asunto de mujeres.

La posición materna no es la posición femenina porque a través de ella la mujer suple la inexistencia de la feminidad absoluta. Además, una madre también goza en la relación con sus hijos, con los que puede comportarse como si le pertenecieran al punto de no querer que conduzcan sus vidas por fuera de ellas mismas. Es claro entonces de qué formas las mujeres, como veíamos al principio, pueden ser también las peores analistas: cuando la posición analítica hace las veces de suplencia fálica por no consentir en la irreductibilidad de un inconsciente que no se deja apresar por la palabra y que a fin de cuentas, discurre en soledad, sin Otro.

Desde cierto ángulo, clásicamente, la experiencia del análisis se entabla a raíz de una demanda de sentido. El sentido que emplaza es sexual, establece lo que hay y lo que falta, lo que se empareja y lo que no, lo que se gobierna por cierta ley y lo que la rebasa. Obedece a las leyes del lenguaje y se rige según una lógica fálica. Se requiere del sentido y del saber para que se abra la dimensión de lo inconsciente y salgan a la luz las interpretaciones que el sujeto ha hecho de su historia y de su ser; es también por esta vía que se hacen patentes las fijaciones del sujeto y lo insensato de la repetición. Solo que, aunque animado por el saber y la verdad, el sujeto aspira a encontrar un sentido que colme su falta en ser así como hallar los medios que le garanticen una satisfacción hecha a la medida de sus ideales. El saber es un medio de goce que evita lo real y la verdad que encandila es la verdad del objeto plus de goce con el que se anhela suprimir el agujero de la no relación, de la falla del saber y del sinsentido. De manera que en última instancia, el análisis es una experiencia que se sostiene en lo insoportable de un goce ignorado que perturba el cuerpo y se contrapone a lo que se anhela o se ama.

Va de suyo, entonces, que la posición del analista sostenga esa brecha. Por una parte, favorece la reducción de la novela del sujeto mediante la construcción lógica del fantasma que ha producido los objetos de los que el sujeto ha quedado prendido y mediante el cual se supone a merced de un destino ineluctable. Pero por otra parte, su acto tiene en la mira aquello de lo traumático que permanece no dicho y ha dado lugar a una modalidad de goce que se satisface silenciosamente, que puede indicarse, nombrarse, localizarse, metamorfosearse, etc., pero nunca del todo. No solo no se vuelve a nacer sino que, en último término, solo el consentimiento de lo real, del goce viviente que persiste sin la garantía del Otro y por fuera de él, consigue que el sujeto cese de rechazar la miseria del síntoma que sin embargo lo constituye de manera singular.

Lo dicho podría bastar para demostrar de qué modo la posición analítica es afín a la posición femenina, puesto que el analista es aquel que sostiene en acto el no todo en la búsqueda de un sentido a toda experiencia humana. No enloquece del todo-de-la-significación-fálica; al contrario, apunta a refutar, inconsistir, indemostrar los dichos que gobiernan rígidamente al sujeto, lo que implica no rendirse ante los semblantes aunque haga falta servirse de ellos para que algo se produzca. En fin, una mayor soltura respecto de lo que hace ley favorece la intervención oportuna del analista, a sabiendas de que, a fin de cuentas, no hay lengua que pueda transcribir la integralidad de una experiencia. Porque la lengua común no alcanza. El goce de lalangue puede ser capturado, puede transmitirse pero no se traduce, no toda.

Agregaría que la afinidad entre posición analítica y posición femenina adquiere un relieve especial tratándose de la práctica contemporánea. No es infrecuente, por ejemplo, recibir a sujetos librados a un discurso notablemente prosaico, puede que incluso no muestren mayor interés en saber y que tampoco quieran hablar de sí, o no gran cosa, lo que hace cada vez más patente que aquello que los hace volver es la búsqueda de una satisfacción antes que un saber, al punto que cualquier desplazamiento tiende a trabarse apenas iniciado. Se trata de la insistencia de un goce que no cesa de presentarse sin representarse. Es evidente por qué Lacan prefirió, finalmente, la denominación de parlêtre a la de sujeto, que designa mejor de qué modo el hablanteser es efecto del modo en que el significante introduce goce en el cuerpo, goce que en última instancia (o en primera, según como la cosa se presente), resiste a cualquier dialectización.

Ciertamente, el deseo del analista es el deseo de que un análisis tenga lugar, pero si en algún punto Lacan lo comparó alguna vez con el Santo, es porque no pide ni tampoco espera nada en especial, lo que de entrada alivia el peso del superyó.

"Déjense poseer. Abandonen toda idea de dominio, prefieran la coincidencia"[3]. Así nos alienta Miller a propósito de la lectura del Seminario XXIII. A mi entender, esta exhortación suya, como el propio estilo del seminario de Lacan, remite en acto a la experiencia analítica misma, de cara al sinthome. "La apuesta que hay que hacer y la disciplina de posesión que hay que imponerse responde a lo que los lógicos o los filósofos de la lógica denominaron principio de caridad… El principio de caridad significa que no entremos en contacto con el otro más que a condición de [suponer] que quiere decir algo sensato".[4] Se trata de otorgar valor a los dichos del otro, de darle crédito a lo insensato mismo, de dejarse poseer por el yerro ineludible, en eso consiste el don mismo de la palabra inherente a la experiencia de un análisis. "El yerro es el precio que el pensamiento debe pagar para salir del misterio", que nace de la supuesta identidad entre lo real, el cuerpo y el inconsciente. R, I, y S son piezas sueltas que juegan cada una su partida: el misterio, devenido ahora problema, es cómo eso ha conseguido, o no, anudarse.[5]

Continúa Miller advirtiéndonos que conviene no perder de vista que el psicoanálisis, antes que una ciencia, -que supone que lo real sabe qué debe hacer-, es una práctica. Situarse al ras de la práctica quiere decir admitir el hecho de que estamos siempre frente a lo incalculable. Pero eso no implica que cualquier cosa pueda decirse: si lo real en juego es exterior al saber, la interpretación no opera por el saber que conlleva sino que proviene del "coraje de inventar lo real que el acto de interpretar implica"[6]. La posición analítica entonces, se sirve de un artificio para abordar el troumatismo y operar en él. La perspectiva borromea, entonces, concluye, franquea ella mima la barrera del saber, hacia la invención de lo real, en singular, cada vez.

En definitiva, la función del analista varía a lo largo de un análisis, es más, no todo el tiempo, no siempre, quien ejerce la función la ocupa integralmente ni se encuentra a su altura (de allí la importancia del control) pero, sin duda, solo las elaboraciones de Lacan en torno al goce femenino permiten abordar la cuestión de cómo transcurre un análisis que no se satisface con los vericuetos del mito edípico (ni con la idea de castración que se desprende de él). En ese sentido, la afinidad entre el analista y la posición femenina es crucial para soltar y soltarse, para hacer existir una salida posible. Pero no sin el auxilio de la ficción y el borde fálico.

NOTAS

  1. Lacan, J., "Disolución", 15 de enero de 1980, inédito.
  2. Lacan, J., Seminario 9, "La identificación", lección del 27 de junio de 1962, inédito.
  3. Miller, J.-A., Piezas sueltas, Paidós, Buenos Aires, 2013, p. 54.
  4. Ibíd., p. 55.
  5. Ibíd., p. 58-59.
  6. Ibíd., p. 60-64.
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