Nadie es inmune al coronavirus. Su expansión escupe una extraña universalidad, bajo la cual se acodan ‒con más de dos metros, claro‒ seres que casi no se vieron o nunca se hablaron o siempre se miraron de soslayo.
Él viene propagándose por el mundo sin respetar las fronteras, ni nacionales ni entre los géneros u opiniones. Cuando hay frontera ‒y necesitamos que haya‒, ella es determinada por la política: es por eso que la respuesta eficaz al virus es sobre todo política, a pesar de la importancia fundamental de la medicina y de la ciencia.
El virus va delineando su camino, que nosotros exprimimos imaginariamente, más allá de las metáforas bélicas, como una curva estadística cuya altura los servicios de salud se empeñan en limitar. A la universalidad súbita de los humanos, que de pronto son forzados a reconocerse como especie, se contrapone la tendencia vertiginosa del virus a componer un todo sin falta, por medio del contagio universal, comprobando lo que decía Lacan: a lo real no le falta nada.
Entonces, pregúntese: ¿cuál es el deseo de un virus? Respuesta posible: un virus no desea... se propaga.
La EBP no es extraña a todo eso. Basta que pensemos en la cantidad de colegas que adherimos a la atención virtual, aunque no pudiésemos contar para eso con una base doctrinaria bien asentada, contrariamente a la práctica del diván y del sillón, que la jerga universitaria consagró con el feo adjetivo "presencial": yo, usted que me lee, casi todos estamos anticipando una doctrina que solo más tarde se va a configurar.
El psicoanálisis tiene un trabajo a hacer, y en eso es irremplazable. Ese trabajo se ubica entre la posibilidad de construir una experiencia de lo singular o conformarse con formas siniestras de individualismo, que Gilberto Maringoni expresó tan bien en un texto reciente: "Temo al contagio, a la enfermedad y a la muerte. Anhelo apenas una cueva con heladera llena y señal estable de wi fi".
Desde ya se abre, por lo tanto, una discusión a largo plazo entre colegas que están inventando una práctica que no se debe a la comodidad o a las contingencias como la distancia geográfica, sino a la necesidad y a la urgencia. A la ananké, como le gustaba a Freud decir en griego.
A lo real del virus, se impone un nuevo imaginario.
Traducción: Ana B. Zimerman Guimarães