Marzo 2010 • Año IX
#20
Arte de psicoanalistas

Predador presa

Jorge Malachevsky

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No veo en ti más que lo que llevas puesto. Lo que portas es lo que vive y te hace ser lo que eres. Tu postura, tu gesto son la postura y el gesto de las muchedumbres. De los que no tienen palabras, de los que las simulan. De los que hacen de las palabras o de las imágenes un simulacro vacío, pero necesitan de esa especia del vacío para hacerse un ser, semejándose a todos. Uniforme. Una forma. Uniformado. Forma Uno, Uno que forma.

Es la luz cayendo sobre ellos la forjadora del detalle. Con su potente y preciso soplo sectoriza, esculpe, vitaliza la inerte masa de la que están hechos. Pero sólo un deseo anónimo completará el trabajo, sobrecargándolos. Luego, súbitamente, el ánima se hará en ellos, y fulguraran en una identidad prestada, momentánea, que dura el tiempo que dure la mirada transeúnte. Objetos animados, Mannekijn, pequeños hombres. La Luz está de su parte. La divina Luz Dicroica.

Atrapar algo de extrema fugacidad, ese es el propósito de sus existencias. Aunque no puedan cumplirlo sino recurriendo a la quietud. Son criaturas que posando, hacen que el ansia se pose en ellos, y la capturan - algo tan inquieto, sólo puede atraparse recurriendo a la inmovilidad del señuelo.

Nacidos de la creencia en una eterna belleza, resucitan y paralizan un gesto, una pose de los hombres más bellos. Pero más allá de cualquier patrón que conjuren, disponen más bien de la belleza en su apelación al instante, en su capacidad de encandilar.

Es así que no es a ellos a quien la mirada diriges, sino a lo que llevan puesto. O mejor, al producto combinado de su porte y su atavío, extraño conjunto que podría llamarse su aura. Eso es lo que encandila en ellos. En nombre de la inmaculada belleza, cautivan por sorpresa, para ofrecer lo más fútil.

Aunque claro está, más allá de cualquier ofrecimiento, la operación concluida es una simple cuestión de alimentación. El destino de estas criaturas, como todo destino, no puede escapar de sí ni medir sus consecuencias. Buscando un fugaz bocado que los anime, devastan con su apetito la fugacidad de cualquier otro instante posible en la víctima. Las vacían de sentido. Homologan el ansia de los hombres.

El suceso se repite vez tras vez. Mientras las luces de los escaparates de la mitad del mundo se apaguen y se prendan las de la otra mitad, su continuidad está asegurada. Donde quieras, no hay un solo momento en que un cazador, no se vuelva presa.

Se trata de una gran confabulación. Las vidrieras han pasado a ser un altar multiplicado donde se recibe algún alivio. Altares del alma, aún mantienen cierta versión de lo que deben ser las alturas: hacia ellas se hacen reverencias y se acomodan las esperanzas, y de ellas puede uno llevarse un souvenir. Por cierto, para los hombres el asunto se resume a esto último, a esa insignificancia. Volverse a casa con una parte del cielo les resulta un bálsamo, los pacifica. Se deleitan con su procura por un tiempo, aunque hayan pagado por ella un precio injusto y estén conminados a volver por más.

La peregrinación de fieles es permanente. Apoyan sus miradas entre los reflejos del escaparate. Derviches de una infame estirpe, adoradores de lo frívolo, mariposas bailarinas que consumen lo que les resta de vida alrededor del cono de luz - como si lo que ocurriera allí fuera lo más importante que la noche tuviera por ofrecer.

A fin de cuentas, se trata de eso: los hombres perseveran en quedarse sin noches ni enigmas, sin nombres ni preguntas. Iniciados en una condición permanente del ansia, a cambio de gadgets marcados, reniegan de cualquier búsqueda. En esta fiesta del exceso, las Marcas se afanan por completar apetencias, por constituir sus relevos. Los nombres no alcanzan a valer para poner coto a esta locura. Una procura marcada es suficiente - es suficiente al menos, mientras el vértigo no exija.

Como velando los secretos de esos templos, en bambalinas, se mueve un ejército anónimo de sensibles decoradores, meticulosos maestros de la alta – o de la baja – costura y demás fieles sirvientes ajenos a su condición de sirviente. Sacerdotes o prestidigitadores de la imagen que vierten celosamente las fórmulas iniciáticas sobre las figuras. Acomodan las etiquetas haciendo visibles las Marcas. Revisan los precios que se paga por tocar un instante el cielo. Deciden con cuidado las posturas que han de dar a los articulados miembros. Las figuras inertes soportan el trato, aceptan ser vestidos y trasladados de un lado a otro. Y allí quedan, a la espera de cautivar al cliente...o de saciar su propia sed.

Así es como hoy ellos se alimentan y crecen, y por gracia de nuestra cesión, viven y pernoctan entre nosotros. Objetos animados, seres del instante. De vez en cuando suman a su glotonería un regocijo, al hallar expandida más allá de la vidriera, una sombra, un eco de su propia presencia. Entre tus semejantes, donde quiera que vayas, puedes encontrar la soberbia del plástico, el hierático silencio que provoca suspiros, la mirada abyecta. Narcisos resucitados, cuerpos que se bastan a sí mismos.

La incansable batalla de los hombres por hacerse un ser, corre sin dudas a destajo frente a la ganancia de identidad de estos objetos. Son grandes devoradores, siempre algo sacan de cada par de ojos que detienen en la vidriera. Si sólo se es fiel al deleite, ellos saben muy bien de qué deleitarse y con qué migajas conformar a sus fieles.

Se aún que hay algo peor, y espero que confesarlo no me traiga consecuencias. En ciertas ocasiones, que no son abundantes y que nadie llega a poder anticipar, pues se gestan cuando el azar retira todas las miradas de las vidrieras. En esas exquisitas oportunidades, los maniquíes agrupados cuchichean, comparten sus hazañas, comentan sus capturas. Cuando indefectiblemente la cháchara los lleva a entrever la naturaleza multiforme del ansia que se han tragado, algo atroz ocurre. Ellos detestan el sabor de lo inaudito, pero no pueden dejar de alimentarse. Y en un gesto que los muestra como a nosotros, renegando de sí mismos, vomitan. Cada vez que ello sucede, un infalible halo se propaga evaporando todo lo que nace, exterminando la posibilidad de cualquier espacio que no sea un cono, haciendo olvidar a los hombres sus sueños o insuflándoles propósitos humillantes. De ese estrago no hay más rastro que unas manchas en las pulidas plantas de sus pies, o un inadvertido doblez en esas nobles vestimentas que portan.

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