En este trabajo acerca del ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, y el futuro que nos espera luego del funesto acontecimiento y la guerra que le precedió, se analiza, aportando valiosa información, el estado actual de las cosas, pasando por las opiniones de Zizek o Derrida sobre los hechos, para culminar planteando que la nueva amenaza letal que implican las bacterias y virus que podrían caer sobre zonas pobladas (guerra bacteriológica), basan al actual conflicto no en el terreno religioso, como se quiere hacer creer, sino en una biopolítica que cuenta con una tecnología surgida de las ciencias más actuales.
1. Achicar el pánico
La retórica de la paradoja que moviliza en el sujeto las resonancias oscuras de la causa, resulta inocua a la hora de comprender un acontecimiento real que atenta contra las coordenadas imaginarias y simbólicas de una sociedad. Como bien le respondió Wittgenstein a Turing, cuando este último le planteó la paradoja del mentiroso, sólo se trata de que aquel que la plantea se cansa de repetirla.
Porque, para el primero, la solidez de lo que se construye fuera del sujeto es indiferente a las perplejidades que lo abruman.
Ahora volveremos a pensar en esas religiones, en esos libros sagrados (Torá, Biblia, Corán) que exigen obediencia a sus creyentes (dimensión exotérica) y, también, un trabajo de interpretación de sus agentes (dimensión esotérica). Y esto es así porque el mensaje está concluido. Es algo que, para cada uno, existe como ‘programa’ inconsciente. Pero el psicoanálisis es el reverso de esas religiones a las que trata como documentos ‘antropológicos’, pero de ninguna manera como revelaciones trascendentes.
Si bien Sigmund Freud llega a la conclusión de que algunas guerras son inevitables, conclusión que no es ajena a su concepción de la crueldad, sustrae al psicoanálisis de la contienda (basta leer su correspondencia con tantos interlocutores diferentes, durante la Primera Guerra). La cautela de Jacques Lacan durante la Segunda Guerra es conocida. Y debemos a Margaret Little el siguiente testimonio sobre Winnicott y los analistas británicos: “La primera reunión de la Sociedad Británica de Psicoanálisis a la que asistí se llevó a cabo durante una ruidosa tarde en que las bombas caían continuamente y la gente se agachaba buscando refugio en cada estruendo.
En medio del debate, alguien que después supe que era D. Winnicott se puso de pie y exclamó: ‘Me gustaría señalar que están bombardeando’, y volvió a tomar asiento. Nadie le prestó atención y la reunión continuó como si nada ocurriera”.
Donde la religión administra el sentido, donde el pánico dicta las respuestas, el psicoanálisis tiene poco que hacer. Pero aún así, tiene algo que descifrar sin recurrir a la koiné de la sociedad que lo aloja, ya que sabe algo de la cifra secreta de cada uno de los que gociferan en lenguas diferentes. WTC: Wissen, Thanatos, Charakter.
2. Muertes inesperadas
“En cuanto a nosotros, corrompidos por Hollywood, el paisaje y las imágenes de las torres derrumbándose no hicieron sino recordarnos las escenas más pavorosas de las grandes producciones del cine catástrofe” –escribe Slavoj Zizek. Luego subraya: “Estados Unidos obtuvo de alguna forma aquello con lo que fantaseaba, y esta fue la mayor sorpresa”. Los prejuicios teóricos que se juntan en estas dos frases son varios: a) la fantasía que anticipa y, “de alguna forma”, provoca el acontecimiento; b) el cine como “proyección” de la sociedad (de la manera en que Engels pensaba las jerarquías celestes como proyección de las terrestres); c) el supuesto retaliativo que realiza una justicia inmanente. “Cada rasgo atribuido al Otro está siempre presente en el corazón mismo de Estados Unidos”.
Hegel, lo Unheimlich (ominoso) de Freud, el mal como goce éxtimo de Jacques Lacan, la autoridad de un Derrida que dice: “Mi compasión incondicional por las víctimas del 11 de septiembre no me impide decir en voz alta: respecto de este crimen, no creo que nadie sea políticamente inocente”. Decir se puede decir, en especial si en ese momento se está recibiendo el premio Theodor Adorno.
Por mi parte, no menos corrompido por Hollywood que cualquiera, me atravesó la desolación de alguien que desde una ventana agitaba una prenda pidiendo ayuda, instantes antes del derrumbe. Era Josef K. al final, era el grito de Munsch que Jacques Lacan llamó el silencio, era la soledad absoluta de cada uno frente a la muerte, aún acompañada de miles de otras muertes. Sin transitividad imaginaria, ni ataque “simbólico” (creo que fue Eric Laurent quien llamó la atención sobre el hecho de que el ataque no se hizo de noche para derrumbar las torres, sino en una hora donde además estaban los miles que murieron).
Los que, como Zizek, explican por la “dialéctica” (Hegel la complicó tanto que cada uno la simplifica como puede) dejan pasar la asimetría que existe entre el victimario y la víctima, al punto de que es lo mismo ser uno que la otra: “Hoy, desde otra unicidad –escribe J. P. Feinmann–, desde otro Uno que es, simultáneamente, lo Otro de Occidente, se agrede con una eficacia desvastadora lo Uno Occidental. A su vez, Occidente se prepara para arrasar con lo Uno islámico.
“Un apocalíptico juego especular en el que lo Otro de Occidente acabe, tal vez, realzando la destructividad esencial del tecnocapitalismo y exhibiendo, en ese gesto, que es en verdad la cara oculta de Occidente, su pesadilla secreta, su inconsciente más temido, ya que –si llevamos al terreno de la filosofía política una fórmula de Jacques Lacan: el inconsciente es el discurso del Otro– podríamos sugerir que el discurso desvastador del fundamentalismo islámico es el inconsciente del neocapitalismo, y viceversa. No es casual, entonces, que el planeta se encuentre al borde de la destrucción.”
Zizek se publicó en la revista El Amante (cine), Buenos Aires, octubre de 2001, Nº 115; J. P. Feinmann en la misma ciudad en Radar, suplemento del diario Página/12 (7/10/01). Pero muchas opiniones publicadas en Madrid, en Roma o París, siguen esta lógica del “juego especular”.
Maxime Rodinson en La fascitation de l’Islam (Maspero, París, 1980) escribe: “Las doctrinas parecen siempre, vistas desde fuera, lo que ellas pretenden ser para sus fieles: lo esencial”. Pero lo esencial está en estas muertes inesperadas, en esas soledades que en un solo hombre que nunca identificaremos, evocó al menos en uno tanto a Josep K., como al silencio de Munsch.
3. El genio de las religiones
Lo esencial no está en las doctrinas, sino en lo que se le puede hacer decir a cualquiera de ellas en un momento preciso. También por aquí aparecieron citas de la Biblia, incluso con variantes que se ajustaban a la ocasión.
En el año 1992 Harold Bloom publicó The American Religion. The Emergence of the Post-Christian Nation (Simon & Schuster, Nueva York).
La tesis es provocadora, la información es detallada: “Sostengo en este libro que mientras que el judaísmo y el cristianismo tradicional no son religiones bíblicas (a pesar de todas sus aseveraciones), la religión estadounidense es en verdad bíblica, aunque su Biblia puede estar limitada principalmente a San Pablo (en el caso de los bautistas del Sur) o bien puede ser un conjunto estadounidense de sustitutos de las Escrituras (como en el caso de los mormones, los Adventistas del Séptimo Día y la Ciencia Cristiana, entre otros)”.
Harold Bloom trata de mostrar el peso del gnosticismo en el protestantismo estadounidense, a la vez que conjetura: “creo que el gnosticismo, al igual que el cristianismo, comenzó como una herejía judía, así como el Islam surgió como un tipo de movimiento judeocristiano de restauración: el intento de Mahoma por volver a lo que él consideraba la fe de Abraham y del hijo de Abraham, Ismael, antepasado tradicional de los árabes”.
La política saca con facilidad al genio de la religión de la divina botella donde duerme su sueño de eternidad, pero resulta difícil que sepa como ponerlo nuevamente allí. Maxime Rodinson, a quien citamos al comienzo, hablando del siglo XI, escribe: “A menudo se olvida que hubo otro impulso importante que contribuyó al conocimiento del mundo musulmán. Se trata de la motivación económica, de la búsqueda del provecho comercial. El mundo musulmán era también un dominio económico, e incluso de una importancia primordial para gran número de mercados europeos. Los occidentales comercian primero con el Oriente musulmán a través de intermediarios extranjeros: griegos y sirios, o semiextranjeros: los judíos. Pero, a partir del siglo VIII, este tráfico pasa parcialmente a manos de ciudades italianas bajo dominio bizantino: Venecia, Nápoles, Gaeta, Amalfi, que poco a poco se fueron independizando”.
Reducir la complejidad del intercambio de estos “capitales morales” dispuestos para la ocasión, a un enfrentamiento binario entre términos “dialécticos”, sólo puede servir para calmar la angustia frente a lo imprevisto: “Y puesto que la religión estadounidense fue sincrética desde el principio, puede establecerse en casi cualquier forma externa disponible. De todas las extrañas sectas nativas de los Estados Unidos sólo cinco se han convertido en hilos indelebles de la religión estadounidense: los mormones, la Ciencia Cristiana, los Adventistas del Séptimo Día, los Testigos de Jehová y los pentecostales”.
La separación entre la religión y el Estado, más la multiplicidad de sectas, evita la unificación teocrática: cada uno se incluye en un subconjunto de ese “gnosticismo” difuso y colectivo, y practica a su manera el orfismo y el milenarismo que no promete la eternidad, sino la felicidad: “La religión estadounidense es, en muchos aspectos, una continuación hacia los siglos XIX y XX de lo que se denominó Entusiasmo en Europa, sobre todo durante los siglos XVII y XVIII, cuando existía la tendencia a usar este término con una carga de desaprobación (…) La gran época del Entusiasmo fue el siglo XVII: George Fox y los cuáqueros, Pascal y los jansenistas católicos en Francia y los quietistas místicos franceses de principios del siglo XVIII, guiados por Madame Guyon y Fénelon. Pero ninguno de ellos, ni siquiera Fox, fue precursor de la religión estadounidense. Esa distinción pertenece más bien a John Wesley, quien recibió una experiencia suprema de conversión el 24 de mayo de 1738. La conversión es la experiencia fundamental de lo que llegaría a ser la religión estadounidense…”.
La ausencia de doctrina, por la conversión, se convierte en doctrina de la experiencia: el despertar de cada uno.
En la actualidad, ya que no podemos seguir los detalles, el lugar de los mormones en la política de la nación es descripto por Harold Bloom así: “Desde el punto de vista pragmático, los mormones están aliados en un patriotismo que está a favor de la guerra, que se opone al aborto y que rechaza la búsqueda de justicia económica y social para sus enemigos doctrinarios: los bautistas del Sur fundamentalistas, los pentecostales de las Asambleas de Dios y los evangelistas de cualquier denominación”.
Volviendo al Islam, el citado Maxime Rodinson, advierte: “Como han puesto de relieve varios autores, resulta chocante constatar la gran semejanza entre la actitud del mundo cristiano frente al mundo musulmán en tanto que estructura político-ideológica y la del mundo capitalista occidental de hoy día frente al mundo comunista. Desde el punto de vista estructural, las analogías son evidentes. En ambos casos, dos sistemas agrupan, cada uno, Estados divididos y rivales; pero, unidos por la ideología, se enfrentan”.
La falta de responsabilidad política que implica sacar, por la función performativa del lenguaje, al genio de la religión del sueño de eternidad, es invitarla –en cualquiera de sus versiones– a que despierte en cada uno la serpiente dormida de la gloria, esa que desprecia el gusto por la vida y encuentra en la muerte la razón de la existencia (Véase Enrique V, W. Shakespeare).
4. El enemigo invisible
Las religiones siempre tuvieron la certeza de su existencia, la medicina lo encontró bajo el microscopio. Virus y bacterias contra los que se libra una guerra entre las defensas inmunológicas, los elementos que acuden a su ayuda y esos agentes interactivos que responden con mutaciones que neutralizan las armas inventadas.
Pero una cosa es la guerra contra las bacterias y los virus, y muy otra una guerra donde dejan de ser agentes para convertirse en armas, en instrumentos de guerra intencionalmente dirigidos. El enemigo invisible, en cualquier lado y en ninguno, despierta lo que Jacques Lacan llamó la “paranoia del yo” (no temo aquí a la falacia de un salto a lo colectivo porque el “yo” al que me refiero no es individual, se constituye por identificación con rasgos del conjunto al que pertenece).
En el diario El País (Madrid, 6/10/01) Jeremy Rifkin habla de la nueva amenaza letal: bacterias y virus que podrían caer sobre zonas pobladas, infectando y matando a millones de personas.
Al parecer el FBI verificó que los secuestradores que atacaron las torres del WTC habrían estado buscando información sobre aviones para fumigación, sobre sus capacidades de carga, alcance, etc.
Se ha ordenado que los 3.500 aviones fumigadores de propiedad privada permanezcan en tierra, a la vez que se asignan fondos para reservas de antibióticos y vacunas.
Pero, según la conjetura de Rifkin, la “bomba nuclear del pobre” es barata, los equipos necesarios se pueden comprar en cualquier tienda de tecnología y miles de alumnos de posgrado que investigan en laboratorios de cualquier parte del mundo, con un conocimiento sobre el uso rudimentario de recombinación del ADN y de clonación, puede producir en masa este tipo de armas.
Sin embargo la administración Bush rechazó la propuesta para reforzar la Convención sobre Armas Biológicas: “El 40% de las compañías farmacéuticas y de biotecnología están domiciliadas en EE.UU., y dejaron claro a los negociadores estadounidenses que no tolerarían el control de sus instalaciones por miedo al robo de secretos comerciales”.
En el año 1976 Michel Foucault dictó en el Collége de France unas clases que se publicaron bajo el título Defender la sociedad. La guerra le sirve para diferenciar las relaciones de poder, que define en dos formas: el disciplinario que se aplica sobre el cuerpo mediante la vigilancia y la punición, y el que llamará biopoder, que se ejerce sobre las poblaciones y los seres vivientes en general.
Lo que Clausewitz llamaba “capital moral” (digamos, los valores que comparten los miembros de una comunidad) tiene un sustrato evidente en los discursos religiosos, pero el problema empieza cuando se lo invierte en la guerra. Pero esta guerra no es religiosa, más bien se basa en una biopolítica que cuenta con una tecnología surgida de las ciencias más actuales. La guerra biológica, “el lado oscuro de la revolución genética” para Rifkin, supone una biotecnología que posibilita usar organismos vivos para fines militares (lo que cambia la “soberanía” del Estado, capaz de proteger y de dar muerte). Las fronteras se esfuman cuando se trata de armas que contienen virus, bacterias, hongos, rickttsias y protozoos: “Los agentes biológicos pueden mutarse, reproducirse, multiplicarse y propagarse por un extenso terreno geográfico, y se transmiten a través del viento, el agua, los insectos, animales y seres humanos. Una vez liberados, muchos agentes biológicos patógenos son capaces de desarrollar nichos viables y mantenerse infinitamente en el medio”.
Un estudio realizado por el Gobierno de Estados Unidos en 1993 calcula que con sólo liberar 90 kilos de esporas de ántrax desde un avión sobre Washington DC se podrían matar tres millones de personas.
La división del átomo llevó a la bomba atómica, el descubrimiento de la doble hélice de ADN facilita la manipulación de genes. Son muchas las naciones que están en condiciones de utilizar esta tecnología, la Convención sobre Armas Biológicas tiene varias décadas, pero el control efectivo no está claro. El argumento de la investigación defensiva deja pasar en silencio que la misma biotecnología sirve para la ofensiva.
El enemigo invisible es ahora visible, las religiones podrán ser usadas para fines políticos, pero ninguna detendrá el poder de la ciencia, cuando ella produce una tecnología que “realiza” el saber más allá de sus agentes. Sólo esto, decía Jacques Lacan, basta para que se piense en un sujeto de la ciencia. Los científicos tampoco saben lo que hacen. Pero no por eso dejarán de hacerlo, más bien parece que la ignorancia sobre las consecuencias de lo que hacen los impulsa a seguir. Sapere aude. El debate de las luces continúa, ahora de manera diferente.