Octubre 2001 • Año I
#3
Destacados

La pastilla y el analista

Patricia Markowicz

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Guillermo Kuitca
Terminal, 2000
Óleo sobre lienzo
77 x 125 2/2 pulgadas

La orientación de un psicoanálisis nos interroga permanentemente, si basamos la ubicación del deseo del analista a la altura de la época. Entonces, ¿qué estatuto adquiere el uso de la medicación en la clínica actual? ¿Es posible introducir el fármaco como real? Únicamente en la interrogación del caso por caso es posible verificar sus efectos frente a invasiones de goce que, en algunos sujetos, ofrecen una barrera infranqueable a la introducción de un espacio analítico.

Se trata de estar a la altura de la época, de poder pensar sin el prejuicio, con la orientación que el deseo del analista le pueda dar a cada uno.

A partir de la orientación que Jacques-Alain Miller nos da con el sexto paradigma, con la nueva modalidad del síntoma, se abre para pensar nuestra clínica una dimensión absolutamente nueva: Si el goce estaba primero, si los analistas operamos en sujetos encarnados, es decir, cuyos cuerpos son la sede de ese goce primero, no me parece errado tener la posibilidad también de operar allí, además de con la palabra, con sustancias químicas, capaces de reducir en ese nivel los goces, para hacer posible, en algunos casos, un psicoanálisis.

Tradicionalmente un analista no medicaba, su operatoria estaba restringida por la concepción clínica que se derivaba de la primacía indiscutida del significante.

Hoy no operamos así. Hoy nos autorizamos a realizar actos que posibiliten un análisis, o que eviten una interrupción.

El deseo del analista es la mejor guía y se trata aquí de casos que no están en análisis, que suelen ser numerosos en nuestra práctica, aquellos casos, más o menos inclasificables, en los que cualquier maniobra que les posibilite una entrada en análisis es válida.

El analista que medica no es analista mientras medica.

Se es analista en el acto.

Si es capaz de sostener su acto en el momento adecuado, habrá allí analista. En todos los otros momentos de una cura, se trata de provocar el análisis, de sostener un espacio.

R. venía a hablar dos veces por semana durante varios meses, pero nada producía en él algún cambio. No se lo podía tocar con las palabras, su fortaleza yoica, obsesiva, era poderosa.

Había acudido al psicoanálisis a pedido de su mujer, a partir de una crisis matrimonial. Él llegaba, siempre puntual, se sentaba frente a mí y hablaba de su mujer, de lo que ella le había hecho y él no podía olvidar, ni perdonar, ni dejar de pensar en ello. Estaba realmente obsesionado con eso. Empezó a deteriorar también su posición laboral, ya que su obsesión no le dejaba margen de maniobra. Sólo pensaba en su mujer.

Intenté diversas modalidades de intervención, todas infructuosas; hasta que surgió la idea de la medicación.

Este momento tiene dos lecturas:

1) Una maniobra de la analista, un recurso para romper la fortaleza del paciente.

2) La acción farmacológica específica del medicamento(para obtener algún cambio que hiciera posible el deslizamiento significante, coagulado por la obsesión).

Tomar una medicación era cosa de otro orden. Justamente eso es lo que se trataba de introducir en las sesiones: un orden otro, otro que el imaginario-simbólico obstruyendo cualquier resquicio que pudiera llevar a lo real. El fármaco, entonces, hizo, él mismo, de real.

Yo le estaba proponiendo algo que excedía la palabra, algo que apuntaba a su cuerpo vivo. Es cierto que esa pastilla no le era recetada por alguien ajeno a su cura y que el efecto esperado no estaría por fuera de la transferencia.

Poco a poco se fue apaciguando la idea obsesiva y empezó a hablar de otros temas. Surgieron nuevas posibilidades laborales, se fue entusiasmando con eso, a tal punto que tomó decisiones de importancia para él: dejó de trabajar en la empresa familiar, y formó algo nuevo, con gente nueva, con proyectos nuevos, y con riesgo... Él, el pensador obsesivo que no actuaba porque el pensamiento no le dejaba espacio, se arriesga en un emprendimiento propio, no de la empresa del padre en la que trabajaba hasta ese momento.

Deja de pensar tanto en su mujer, según dice, simplemente porque no tiene tiempo. El tiempo, ese otro real en juego aquí, que antes estaba inmovilizado por el goce obsesivo, empieza a existir. Ahora no tiene tiempo para pensar.

¿Qué pasó?

La maniobra de la analista asociada al efecto farmacológico de la medicación, produjo un apaciguamiento del pensamiento obsesivo, de la compulsión a pensar: del goce que el obsesivo tiene anudado al pensamiento.

La vida se le hizo más posible a este sujeto que vivía torturado por el mismo pensamiento que lo parasitaba, sirviéndole de resistencia al inconsciente, al más allá de su yo, a la vida misma.

Si este paciente hace ahora su entrada en análisis o no, dependerá de su deseo de saber. Por ahora, se pudo reducir algo de su goce, a la vez que se le demostraba que hay un más allá de las palabras.

Cuando la analista decidió dar la medicación, se encontraba en un callejón sin salida. Pasados los primeros meses en que el paciente acudía al consultorio, movido por el empuje de su mujer, se produjo un estancamiento. Ya casi no podía hablar. No quería hablar de lo mismo porque se daba cuenta de que se repetía Tampoco podía hablar de otros temas, ya que estaba parasitado por sus pensamientos monotemáticos.

Habían aparecido rasgos de violencia en relación a su mujer. No encontraba otra salida para sus pensamientos que matarla o, al menos, pegarle. Su “problema” con ella sólo podría tener un camino, y este sería violento.

El análisis dejó de ser interesante para él. Empezó a faltar a sus sesiones. Sólo podía hablar de su obsesión, pero no quería hacerlo. Estaba en el borde. ¿Qué hacer? La medicación tomó el valor de eso que él no puede controlar, de algo que, a través de su cuerpo, y no de sus pensamientos, opera en él...un pedacito de real.

Entonces, a la vez que el efecto químico apaciguaba ciertos rasgos, el efecto analítico podía desplegarse al no estar todo el sujeto enmascarado detrás de su pensamiento obsesivo.

Al no pensar, pudo empezar a actuar en direcciones diversas. Por supuesto, no hay garantías de que este sujeto pueda sostener todo el desarrollo de un análisis, pero al menos, la analista pudo dar una respuesta: había que operar allí, había que tener, al menos una intervención, que fuera inolvidable, como nos dijo Eric Laurent, y que produjera un efecto de orientación a lo real.

La pastilla marcó un límite para este paciente, le mostró que no se puede seguir pensando infinitamente, que eso se puede cortar.

También le mostró que su violencia incipiente era el camino inverso, era la imaginarización de su obsesión. Ante eso, la medicación, ese pequeño trozo de real, producto de la decisión de un analista, es decir, de alguien que utiliza mayoritariamente la palabra como instrumento de trabajo, marcó un límite: no se puede decir cualquier cosa, eso tiene consecuencias. No se puede hablar impunemente, en este caso particular, de matar a la mujer. Se le hizo escuchar sus propios dichos a través de su acto

La psicofarmacología es un instrumento más, no es un fin en sí mismo, pero nos permite, en ciertos casos, operar, ya sea para posibilitar un análisis, ya sea para tener, aunque más no fuera, esa única intervención, ese acto, que le provoque una torsión a las coordenadas de la neurosis del paciente.

NOTAS

* Trabajo presentado en las IX Jornadas Nacionales de la EOL. Diciembre 2000.

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