Marzo 2007 • Año VI
#16
Formas contemporáneas de la psicosis

La certeza como experiencia y como axioma

José María Álvarez

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Muestra
"Yo la Peor de Todas"
Eduardo Médici

En esta conferencia, José María Alvarez delimita la dimensión de la certeza en los fenómenos característicos de la psicosis, tanto en el delirio y la alucinación, como en otros más discretos y elementales, y a su vez, distinguirá claramente la certeza del psicótico de las creencias del llamado hombre "normal". Y en ese sentido, propone distinguir a la certeza como experiencia y a la certeza como axioma o fórmula del delirio, para desde allí, guiar su recorrido a una distinción clínica entre las diversas formas de la psicosis, todo esto mechado con diversas viñetas clínicas de gran capacidad ilustrativa.

Es para mí un gran honor participar en este curso que anualmente organiza el Dr. González de Chaves, el curso sobre esquizofrenias más importante que se realiza en España; también me honra compartir mesa con conferenciantes tan destacados como los convocados para la ocasión. Quede aquí constancia de mi agradecimiento, antes de desarrollar las reflexiones que he preparado a propósito de la certeza y la psicosis.

A nadie que tenga trato con psicóticos o que haya pensado sobre la psicosis con algún fundamento escapará el vínculo tan estrecho que entrelaza la certeza con esa singular experiencia. Esta relación, que considero consustancial, fue formulada hace unos años por uno de mis pacientes paranoicos con inequívocas palabras: «La verdad no tiene tratamiento».

Cuatro son los aspectos que me propongo desarrollar para exponer esta correlación entre psicosis y certeza. Comenzaré, como es natural, poniendo de relieve la dimensión de la certeza en los fenómenos característicos de la psicosis, tanto en los más ruidosos –el delirio y la alucinación– como en los más discretos y elementales. A continuación me ocuparé de distinguir, desde el punto de vista de la experiencia subjetiva, la certeza del psicótico de las creencias del hombre reputado de «normal». Conforme a estos planteamientos, trataré de mostrarles después las dos dimensiones de la certeza que podemos hallar en la psicosis, esto es, la certeza como experiencia y la certeza como axioma o fórmula del delirio. A partir de esta distinción, a modo de colofón, les presentaré una visión unitaria de la psicosis de acuerdo con dos grandes principios: en primer lugar, el sujeto que nace a la psicosis puede situarse en varios polos (paranoia, esquizofrenia, melancolía-manía), posiciones de las que previamente advierten los fenómenos elementales premórbidos; en segundo lugar, dependiendo de las respuestas o de la gestión que ese sujeto haga de su psicosis, esas polaridades que muestran el punto de partida de la locura cristalizarán en tipos clínicos estables o bien se desarrollarán mediante saltos de un polo a otro. De manera que, según esta concepción, un mecanismo defensivo genérico conformaría la estructura propiamente psicótica, si bien ciertos cambios de la posición subjetiva implicarían transiciones clínicas de la paranoia a la esquizofrenia o la melancolía, de la melancolía a la paranoia, etcétera, tal como ejemplarmente muestra el caso del magistrado Dr. Paul Schreber. Como la mayoría de ustedes son psiquiatras, toda mi exposición estará salpicada de pequeñas viñetas clínicas, las cuales me permitirán ilustrar los conceptos que espero transmitirles y la articulación de ese mecanismos genérico, la Verwerfung, con los fenómenos que caracterizan la estructura psicótica.

 

I. Certeza y fenómenos de la psicosis

Cuando revisamos los grandes textos de la psicopatología relativos a esta materia, hallamos en todos ellos numerosas coincidencias a la hora de transcribir ciertas experiencias de los alienados en virtud de la convicción o certeza, de la que se nos dice también que resiste, incólume, a cuantos contratiempos o desmentidos salen a su paso. De acuerdo con esta llamativa característica se han definido los grandes fenómenos psicóticos, en especial el delirio y la alucinación, pero también aquellos otros fenómenos mínimos y discretos que están presenten antes del desencadenamiento o de la crisis psicótica.

A mi manera de ver, esta referencia a las experiencias de certeza testificadas por los psicóticos ha prevalecido como uno de los grandes criterios para diferenciar la locura de la cordura, es decir, para establecer una clínica diferencial. Para reafirmar las opiniones que me propongo desarrollar sobre el indisoluble vínculo entre psicosis y certeza, les recordaré que Esquirol, por ejemplo, definía la alucinación subrayando «la convicción íntima de una sensación actualmente percibida, sin que ningún objeto actúe sobre sus sentidos». En la misma línea que Esquirol, pero refiriéndose a los perseguidos, Lasègue supo captar, con envidiable precisión, los dos tiempos que se suceden en la instauración del delirio de persecuciones: en primer lugar, el estado inicial de perplejidad anterior a la construcción delirante; en segundo lugar, la localización del perseguidor y la cristalización de esa singular «creencia» según la cual existe alguien malvado que le acecha y le persigue.

Esta observación de Lasègue, del todo coherente con los desarrollos de Lacan acerca del determinismo del lenguaje, nos advierte de la lógica interna que subyace en toda psicosis. En efecto, desde un punto de vista lógico, se pueden distinguir dos momentos en su edificación. Pese a que no puedan concebirse como diacrónicamente separados, el primer momento se concreta en el vacío de significación o experiencia enigmática, mientras que el segundo radica en las distintas respuestas que el sujeto perplejo pueda construir. Ampliaré este apunte al tratar de los fenómenos elementales y también de los polos de la psicosis, aunque ya les adelanto que dicho vacío de significación es proporcional a la experiencia de certeza que inunda al sujeto, cuando menos porque se sabe concernido en ello de alguna manera.

Planteamientos similares a los expuestos por Esquirol o Lasègue pueden espigarse en la mayoría de los posteriores tratadistas del delirio y de la alucinación, sean de tal cual o cual escuela de pensamiento psicopatológico. Todas sus descripciones coinciden en este punto, transmitiendo una y otra vez con fidelidad esas experiencias locas de sus pacientes, siempre caracterizadas por la certeza. Tal extremo es confirmado por Targowla y Dublineau ( L'intuition délirante, 1931), quienes, tras examinar con detalle las opiniones de los tratadistas del delirio, afirmaron con rotundidad: «Todos los autores clásicos reconocen implícitamente su valor fundamental, pues consideran la desaparición de la creencia en la realidad del delirio como el único criterio de curación».

A fin de no resultar demasiado repetitivo, citaré tres testimonios de sujetos psicóticos alumbrados por la certeza. Se trata, en el primer caso, de un paranoico cuyas palabras recogió Emil Kraepelin ( Lehrbuch, 1915): «Solamente puedo asegurar con dificultad que mis hermanos hayan creado la organización, ya que se trata más bien de una intuición. Pero quiero intentar explicar cómo he llegado a esa conclusión. Aunque no pueda demostrarlo, tengo la certeza de que es realmente así. Un minúsculo incidente me lo demostró. Con ocasión de unos trabajos realizados en el negocio, oí decir casualmente a un obrero: este es uno de los A. W. (iniciales de los tres hermanos). Este comentario del obrero me confirma lo que ya sospeché tiempo atrás». El segundo caso corresponde a alguien bien conocido, el Premio nobel John Forbes Nasch, quien al ser preguntado sobre cómo era posible que alguien como él, un matemático, un científico, pudiera creerse todas esas cosas sobrenaturales (delirantes) que decía, respondió: «Y cómo no habría de estar convencido, si todas ellas me llegan de la misma manera, por la misma vía, que las intuiciones matemáticas que tanto interés han despertado». Ahora bien, Nash sabía distinguir a la perfección sus experiencias de revelación y sus intuiciones delirantes de cuantas ocurrencias matemáticas se le presentaban, pues las primeras eran vividas con una inefabilidad que no guarda parangón con el resto de sus cogitaciones endofásicas, como lo prueba el hecho de la trascendencia que habrían de alcanzar en su vida.

Estos dos ejemplos nos indican con precisión que el sujeto capturado por una certeza no es alguien que se esfuerza en comprobar o verificar, sino que confirma una y otra vez la fórmula contenida en su certeza delirante. Este extremo resulta palmario en el relato autobiográfico Inferno, de August Strindberg, el tercer ejemplo que saco a colación. Vaya por donde vaya, el dramaturgo siempre termina por darse de bruces con Orfila, uno de los personajes de su delirio: «Una semana después [de haber hallado un libro de Orfila en una librería], bajando por la calle Assas, me detuve ante un edificio de aspecto claustral. Un gran rótulo me revela la naturaleza de la casa: Hotel Orfila. ¡Otra vez Orfila!». También nos muestra Strindberg con claridad que los psicóticos saben diferenciar, en todo cuanto les acontece, entre aquellas experiencias que aquí vinculo con la certeza y aquéllas otras intrascendentes y cotidianas: «La presión atmosférica me hizo doblar las rodillas; pero al no escuchar más voz celestial que el estruendo del trueno, tomé el camino hacia mi casa».

Si hasta aquí he destacado la vinculación de la certeza con los grandes fenómenos de la psicosis, me propongo también extender ese nexo a los fenómenos elementales psicóticos. Cuando hablamos de fenómenos elementales nos referimos a un conjunto de fenómenos discretos y minimalistas que presentan sujetos estructuralmente psicóticos, algunos de los cuales sucumbirán tiempo después al estallido o desencadenamiento de la crisis, evidente para el observador, mientras que otros permanecerán equilibrados de por vida aún siendo psicóticos. Lamentablemente, el capítulo que se ocupa de estos cuadernos de bitácora de la psicosis –estos mapas en miniatura que constituyen los signos patognomónicas premórdidos por excelencia– ha sido bastante descuidado por muchos de los grandes nombres de la psicopatología. Sin embargo, su utilidad diagnóstica y terapéutica está fuera de toda duda, pues ellos advierten de la psicosis por venir y del posible itinerario que ésta habrá de seguir.

Acaso algunos de ustedes no estén informados de esta materia esencial. De ser así, espero que la siguiente viñeta clínica les aclare un poco la trascendencia del asunto y les indique todos sus extremos. Hace dos años recibí en mi consulta a un joven demasiado normal. Tan normal me pareció que volví a citarlo para que me repitiera, una y otra vez, que sus estudios y sus prácticas iban bien, que su familia era «de lo más normal, como yo», aunque se sentía agotado porque no podía cumplir las expectativas que se esperaban de él. Del relato de este joven, tan empeñado en ser normal, me llamó la atención algo que decía con gesto compungido: «En la comida familiar que tuvimos hace cuatro años, mi padre me reprendió porque el curso que estuve en Barcelona no lo aproveché, como siempre habían hecho mis hermanos mayores. A los postres estuvimos viendo unas fotografías familiares de esa época. Al ver una de ellas en la que estábamos todos, me sentí descuadrado y sacudido. Las palabras de mi padre me daban vueltas en la cabeza. Cuando nos despedimos me sentí distinto a ellos, como que no pertenecía a esa familia. Tuve la impresión de estar al margen de ellos, una impresión que no he olvidado».

Tampoco yo olvidé esas palabras durante un viaje que emprendí esos días con motivo de un congreso. Al regreso me informaron de que ese joven había ingresado en nuestro Hospital con una crisis psicótica que exigió contención. Se recuperó bastante pronto de sus delirios mesiánicos y poco a poco volvió a ser el tipo normal que había conocido antes de su desencadenamiento. Pues bien, el fenómeno elemental consiste precisamente en la experiencia de certeza que tuvo mientras disfrutaba de tan apacible comida familiar. Bastó con que las palabras del padre conmovieran esa sujeción, esa identificación a ser un hombre «normal», para que algo cambiara de forma definitiva en su experiencia subjetiva, cosa que culminaría en un delirio de redención. Lo interesante es que en ese pequeño fenómeno está escrita también la salida que ese sujeto habría de procurar a su psicosis: seguir siendo el tipo normal, el buen hijo que no se droga, que trabaja y se preocupa por los demás, el buen chico que cumple escrupulosamente con el tratamiento.

Siendo fieles a los maestros de la observación en esta materia, en especial a Clemens Neisser y a Gaetan de Clérambault, todos esos fenómenos elementales poseen unas características comunes, ya sean los que se sitúan en el polo más esquizofrénico de la psicosis, como los que se arraciman en el polo más paranoico. En mi opinión, cinco son las características que presentan estos fenómenos, tanto los relativos a la autorreferencia enfermiza como al Síndrome de Pasividad: en primer lugar, introducen una discontinuidad en la experiencia subjetiva, es decir, establecen un corte entre el antes y el después; en segundo lugar, el sujeto los experimenta con una convicción o certeza que, según nos dice, no tiene parangón con sus creencias usuales; en tercer lugar y paralelamente, siempre son vividos como teniendo relación con el propio enfermo, razón por la cual no le resultan indiferentes; en cuarto lugar, están al margen de cualquier significación, al menos en su forma inicial, poniéndose así de manifiesto que al principio se trata de un vacío de significación o experiencia enigmática en la que el sujeto se siente inexcusablemente concernido; por último, no guardan relación alguna con el humor, en el sentido de una alteración depresiva o expansiva previa («al margen de las emociones», escribía Neisser; y algo similar repetía Clérambault: «tienen como propiedad común ser neutros desde el punto de vista afectivo o nulos desde el punto de vista idéico, es decir, a-temáticos o muy débilmente temáticos»).

Que los grandes y los pequeños fenómenos de la psicosis guardan una relación con la certeza es cosa ampliamente reconocida. J.-P. Falret lo decía con una fórmula directa: si desapareciera la convicción, el delirio estaría curado. No obstante, la explicación de esta conjunción no fue aportada hasta que Freud publicó sus primeros ensayos psicopatológicos. Tal sucedió con la descripción, a finales del XIX, del mecanismo llamado Verwerfung (el rechazo radical o la forclusión, como lo tradujo Lacan), de manera que ya desde entonces psicosis y certeza comenzaron a concebirse como términos lógicamente interrelacionados, como el reverso y el anverso de una experiencia común. Esta vinculación indisoluble, que hasta Freud se circunscribía al terreno de los datos observables, fue por él explicada al mostrar que eso de lo que el sujeto se defiende de forma tan radical termina por retornarle mezclado con la realidad, es decir, siendo experimentado como real (alusión, alucinación, revelación, certeza delirante, etc.). Como ustedes saben, esta concreción ha sido desarrollada y matizada por Lacan mediante su teoría de la forclusión, explicación que nos sirve asimismo de guía para entender cómo la experiencia psicótica está determinada por los desajustes sobrevenidos en la articulación borronea de los tres registros que caracterizan la experiencia humana: Real, Simbólico e Imaginario.

Doy por seguro que muchos de ustedes estarán de acuerdo en la ligazón que he apuntado entre las experiencias de la certeza y los fenómenos de la psicosis, ámbitos que intento equiparar. Sin embargo, las discrepancias suelen surgir a la hora de considerar si el delirio y los fenómenos elementales deben ser considerados únicamente como signos destinados al diagnóstico. Este es el punto de partida de dos formas irreconciliables de concebir la psicosis: mientras unos pensamos que el delirio tiene sobre todo una función reconstructiva y autocurativa, como decía Freud, hay quienes no ven en él más que el signo por excelencia de la enfermedad. Otro tanto sucede con los fenómenos elementales, cuyo valor divide a los psicopatólogos en dos grupos enfrentados: algunos consideramos que esos fenómenos contienen el plano en miniatura de cuanto podrá o no desarrollarse en la psicosis; también hay autores, empero, que los juzgan sin conexión alguna con lo que habrá de suceder a ese sujeto.

En una línea argumental contraria a la nuestra se sitúan buena parte de las investigaciones que se vienen realizando en los últimos años a propósito de la detección precoz de la psicosis, asunto en el que tanto interés tienen las multinacionales farmacéuticas. Una de ellas es la publicada por Jane Edwards y Patrick MacGorry con el título La intervención precoz en la psicosis. Según el parecer de estos autores, ninguna conexión mediaría entre dichos fenómenos y el posterior rumbo de la psicosis. Lo que más me llama la atención de esta investigación, sin embargo, es que la determinación de los signos y de los síntomas prodrómicos resulta un tanto vaga si se la compara con la descripción del Síndrome de Pasividad realizada por Clérambault, autor, por lo demás, a menudo ignorado en este tipo de estudios.

De ninguna manera se deberían separar, a mi modo de ver, esas primeras experiencias psicóticas de la postrera ruta que el sujeto recorrerá en su locura, tal como muestran de manera ejemplar tanto Schreber como Wagner. Cuando Schreber, en su primera crisis melancólico-hipocondríaca insistía en hacerse fotografiar repetidas veces –deduzco que era por experimentar fenómenos de fragmentación o de cambio en el cuerpo, pretendiendo así unificar su imagen mediante las instantáneas–, nos estaba indicando ya esa experiencia de transformación corporal que años después, totalmente enloquecido, constituiría la trama delirante por la cual habría de convertirse en la mujer de Dios, unión destinada a procrear una nueva raza. De igual modo, la paranoia del maestro Wagner, asentada en una certeza sobre la degeneración que afectaba a todo su linaje, hallaría años más tarde una estabilización merced a un trabajo delirante de purificación, no ya del linaje familiar –había asesinado a su mujer y a sus cuatro hijos mucho tiempo antes–, sino de la lengua alemana.

 

II. Certeza versus creencias

Conforme a mi metodología destinada a pensar la psicosis – primero detallar los tipos característicos, esto es, la estructura clínica; ponerlos después a prueba a través de la confrontación con las variantes clínicas, esto es, con las formas mixtas o transiciones de un polo a otro de la psicosis; trabar, por último, una articulación entre los fenómenos observables y los mecanismos patogénicos–, me parece necesario diferenciar la certeza de las creencias del hombre al que calificamos de normal. Reconozco que este asunto es bastante resbaladizo, aunque progresando en esta dirección creo posible cernir algún tipo de cualidad común a la experiencia psicótica, la cual, desde luego, estará eslabonada con el mecanismo genérico que conforma tan peculiar modalidad de estructuración psíquica.

También en los primeros escritos de Freud hallamos una buena guía para separar, desde el punto de vista subjetivo, la certeza y la creencia. Nos advierte Freud de la incapacidad de creer del paranoico, de esa característica suya que consiste en rechazar la creencia [ versagen des Glaubens] mediante la proyección; claro que, a través de esa estrategia defensiva, termina el paranoico por darse de morros con la certeza. De hecho, bastaría con que el psicótico pudiera albergar creencias para escapar de la cárcel de la certeza: dudaría de sus pesquisas, comprobaría sus cuitas y podría dar la espalda a tal creencia para afirmarse en tal otra, es decir, sería tan normal como cualquier otro.

El sujeto creyente es en esencia alguien que no sabe y busca afirmarse mediante las creencias en cierto saber. Así entiendo la máxima de San Anselmo Credo ut intelligam («Creo para comprender»). Siguiendo con los escolásticos, muy preocupados por estos menesteres, Santo Tomás estableció una graduación según la cual la creencia se sitúa por encima de la opinión y por debajo de la ciencia ( supra opinionem et infra scientiam); tal opinión abunda en la inconsistencia de las creencias frente a la fortaleza de la ciencia, sobre la cual –a mi modo de ver– habría aún de ubicarse, en el último peldaño, la certeza del loco. Quien cree, o dice creer, se esfuerza por convencer y convencerse. Es en ese movimiento apologético donde aspira a reafirmar su creencia, asunto que culminaría con éxito si terminara por creérselo él mismo. Tal es, si no me equivoco, la razón por la que los creyentes se asocian y hacen proselitismo. Me parece, también, que todas las creencias se nutren del alimento de la cogitación y del consenso, del recurso a la ciencia o a cualquier discurso al que se le reconozca cierta infalibilidad, pues en el interior de cualquier creyente mora siempre un sujeto vacilante que trata de extirpar su duda reforzando su creencia. En tal sentido se puede concebir la creencia del neurótico como la muestra más plausible de la vacilación y de la indeterminación sobre el Otro, hecho que pone de manifiesto –tal como ha señalado en repetidas ocasiones C. Soler– la propia división subjetiva.

En el terreno de la experiencia subjetiva, la creencia y la duda se relacionan según el modelo topológico de la banda de Moebius (aquí falso y allí verdadero, ahora creo y después ya no); en cambio, la certeza semejaría una esfera impenetrable, tanto para el sujeto en ella confinado como para sus semejantes, quienes verán frustradas cualesquiera que fueran sus expectativas de penetrarla. Respecto a la dimensión temporal, todas las creencias están sometidas a la diacronía, al desgaste que supone el paso del tiempo, dándose a menudo el cambio de una creencia por otra o el progresivo mejoramiento de la inicial. Cosa bien distinta sucede con la certeza del psicótico, que consiste, a mi modo de ver, en un puro estatismo o instante permanente.

También las diferencias entre certeza y creencia se advierten en ámbitos tan cotidianos como el religioso y el político. Siempre que sepamos cómo conmover al creyente, hallaremos a su fuero interno a un escéptico empeñado en afianzarse en su creencia, para lo cual, en último extremo, siempre cuenta con el recurso a la fe, esa forma de tregua no del todo satisfactoria que tiende a postergar la comezón de la duda. ¿No se capta esto, acaso, cuando determinado creyente fervoroso nos explica que, en los pliegues más recónditos de su alma, siente el tormento de la incertidumbre respecto a la existencia de Dios? De no ser así, a qué se debe el que todas las religiones necesiten de los rituales y de la frecuentación de determinadas prácticas colectivas, a las que el fiel se dirige para desalojar cualquier sombra de dubitación. Otro tanto se observa con las ideas políticas, sean más o menos apasionadas. ¿Se sorprende alguien, quizás, cuando alguno de nuestros de políticos más radicales cambia de chaqueta para abrazar creencias o ideologías que poco antes le repugnaban?

Nada de esto nos testimonia el psicótico. En las antípodas del escéptico, el psicótico encarnaría la posición estoica más radical –como escribe Colina en Deseo sobre deseo (2006)–, pues, «a su modo, se confiesa como el dueño más competente de la razón y de la felicidad». Que el psicótico no es un escéptico tiene su prueba más concluyente en el hecho de que nadie logró jamás convencerlo de la irrealidad o de la absurdidad de su certeza. Este hecho ha llamado poderosamente la atención de numerosos observadores, quienes, como advertí antes, convienen en que el cuestionamiento de la certeza supondría la vuelta a la normalidad. Esa fue una de las razones por las que Lacan asimiló el rigor a la psicosis, cosa por otra parte muy evidente si se tiene en cuenta el amplio número de matemáticos psicóticos.

Al margen de toda dialéctica, la certeza condena al psicótico a una soledad esencial, proporcional a la imposibilidad de compartir su verdad con el resto de los mortales. El Dr. Nash, destacado profesor de psicosis, explicaba este asunto con las siguientes palabras: «Me sentía como un profeta que vagaba solo por el mundo, alguien que tenía una gran verdad que transmitir pero que no encontraba ningún interlocutor». También el Dr. Nash nos aportaba una clave imprescindible para vislumbrar el apego del psicótico a su certeza, cuando –sorprendiendo incluso a los especialistas– decía que la experiencia de la locura consiste en la plenitud, sea el máximo de los horrores o la felicidad suprema.

Aunque no tiene galardones honoríficos, un hombre que he comenzado a atender explica lo mismo con términos más prosaicos. Próximo a los cincuenta y con un estilo de vida marcadamente psicótico, este paciente me refería que unas semanas antes había sido sorprendido por una «crisis mística». Él se confesaba creyente y practicante, cuestión que le venía de su madre. Pero en asuntos de parapsicología, «Yo antes ni creía ni dejaba de creer. Claro que, cuando se tienen las experiencias que tuve, uno sabe separar muy bien lo que son las creencias de lo que son las experiencias que se viven. Y cuando algo se vive y se siente, se ve y se oye, aunque te digan lo contrario, siempre es verdad. Lo que pasa es que también se aprende a no decir cierto tipo de cosas para que no le tomen a uno por loco. Pero lo crea la gente o no, la verdad es la verdad. Todo comenzó a la hora en que mi madre iba a ser operada. En ese momento pensé: "¿Qué será de mí si ella muere?". Cuando pensé esto, los cajones del escritorio comenzaron a moverse haciendo un ruido infernal. Se me ocurrió que si salía a la calle y paseaba, sin comer ni beber, durante veinticuatro horas, mi madre viviría. Por eso me encontró la policía vagabundeando y me llevó al hospital. Ya ve usted».

Al hilo de todas estas consideraciones, deduzco que la experiencia de la psicosis guarda poca relación con las creencias, pues el drama del psicótico radica precisamente en soportar una certeza que le compromete. Buena parte de las dificultades con las que la fenomenología se ha topado a la hora de diferenciar la certeza y la creencia residen en esa innoble vocación comprensiva que lleva al observador a «ponerse en el lugar» del paciente y a juzgar, conforme a sus propios esquemas y creencias, las experiencias inefables que éste le transmite.

 

III. Experiencias de certeza y axioma

Como anunciaba al principio y ya apunté en la última parte de mi libro La invención de las enfermedades mentales, resulta necesario distinguir con precisión entre la certeza y el sistema delirante. La mayoría de los psicopatólogos no ven ahí sino una y la misma cosa, como le sucedió a Robert Gaupp cuando analizó la paranoia de Wagner considerando un delirio sistematizado lo que era una genuina certeza relativa a la degeneración de su estirpe, fruto de la cual se concretó el postulado «Soy zoófilo». Dicha diferencia se basa en el hecho de que todo eventual desarrollo o sistematización delirante presupone siempre la previa concreción de una certeza originaria. De manera que no habría elaboración delirante sin una certeza inicial que encauce la creación de las nuevas significaciones. Por esta razón estimo que, mientras el sistema delirante puede quebrantarse o llegar a desaparecer, la certeza perdura para siempre, invariable en cuanto a su fórmula mínima aunque relativa respecto a la trascendencia que el sujeto le conceda en distintos momentos de su vida. Si se admite esta diferenciación, se podrá también entender que existan psicóticos –seres cuya experiencia subjetiva está en todos los extremos sobredeterminada por sus certezas– que, en cambio, jamás desarrollarán forma alguna de resignificación o sistematización delirante. Algunos paranoicos querulantes genuinos y muchos melancólicos que no deliran ilustran a la perfección este último supuesto, como después mostraré a propósito de dos ejemplos clínicos.

Una vez se ha tratado de separar la certeza y el sistema delirante, conviene asimismo desglosar aquélla en dos dimensiones: en primer lugar, las experiencias de certeza; en segundo lugar, el axioma, la fórmula o el postulado de la certeza. Se trata de una distinción propedéutica –admito que un poco forzada–, pero que puede posibilitar un acercamiento a la dinámica de la psicosis y situar con claridad las posiciones de salida con las que el psicótico se dispone a desarrollar su psicosis. Como cabe suponer por cuanto ya se ha avanzado, en lo que atañe a las experiencias de certeza no hay ninguna forma de psicosis que escape a ellas, en la medida en que sólo la psicosis posibilita que puedan darse experiencias al margen de cualquier vacilación y relativas al sujeto. La cualidad de ser vividas como reales, verdaderas y referidas al sujeto viene determinada, como es natural, por la particularidad del mecanismo psíquico que las origina, al que llamamos Verwerfund o forclusión. Dos son las dimensiones sincrónicas que actúan en dicho mecanismo: por una parte, el sujeto no se reconoce autor de eso rechaza de forma radical; por otra, esas representaciones que no han entrado en el proceso de la simbolización le retornan de nuevo, siendo experimentadas como proviniendo de otro lugar pero aludiéndole, pues al fin y al cabo son sus propias representaciones. En ese sentido se puede afirmar que todas las experiencias de la certeza son testimonios de primera mano o efectos primigenios del mecanismo causal que constituye la estructura psicótica.

Todas esas experiencias se corresponden con lo que antes desarrollé a propósito de los grandes síntomas de la psicosis y también de los fenómenos elementales, amplísimo conjunto de manifestaciones cuyo denominador común radicaría en esa particular forma de vivenciarlas. Aun a riesgo de precipitación, les propongo una sencilla clasificación de todas ellas conforme a las tres grandes categorías de psicosis: en el caso de la esquizofrenia pura o estado esquizofrénico o Síndrome de Pasividad, resultan características las que atañen a la fragmentación y la atomización del cuerpo y del lenguaje; en la melancolía, sea o no delirante, las relativas a la indignidad, la culpabilidad y el autodesprecio; en la paranoia, las referidas al saber y a la verdad, como son la alusión, la intuición, la interpretación y la revelación.

A diferencia de ese ubérrimo muestrario de experiencias, las cuales afectan a todas las variantes de psicosis, el axioma de la certeza sólo se observa, a mi juicio, en la paranoia y en la melancolía. Me serviré para ilustrar estas diferencias de tres casos clínicos. Se trata, en primer lugar, de hombre esquizofrénico capturado por entero en una experiencia de certeza sin ningún axioma o postulado; un poco más extensa, la segunda viñeta corresponde a un paranoico querulante, quien nos instruirá acerca del completo determinismo, en todos los órdenes de su vida, derivado de un simple axioma delirante; la última de las ilustraciones se refiere a una mujer entrada en años, melancólica aunque no delira, cuyo axioma de certeza la tiene permanentemente al borde del suicidio.

Horas después de un accidente de coche sin ninguna consecuencia para la integridad física, Martín, un hombre de treinta y pocos años, comenzó a oír un «ruido» o «pitido» constante, «mucho más alto que el tono de tu voz», me dice. Después de casi un año, Martín ha recorrido media docena de especialistas médicos y se ha sometido a numerosas y variadas técnicas de diagnóstico. Comoquiera que no le han encontrado nada, hace tres meses fue remitido Salud Mental. Que sea un tanto raro por su aspecto e indumentaria, nada nos indica sobre algún posible trastorno mental. Ahora bien, tras una docena de entrevistas me voy haciendo ya una pequeña idea de la vida que este hombre ha llevado y de las casi inexistentes relaciones sociales mantenidas, con la salvedad de las que se limitan a ambientes en los que se fuman porros, cosa que él siempre ha hecho con moderación. A mi manera de ver, se trata de un sujeto esquizofrénico o xenópata. Sumamente angustiado por su «ruido», recuperó el sueño desde que comenzó a tomar un neuroléptico. Por lo demás, dejó de trabajar y pasa todo el tiempo en casa, de la que sólo sale para venir, con bastante frecuencia, a hablar conmigo. Nada hay en su experiencia actual fuera del «ruido» o «pitido», cosa que condiciona todos los instantes de vida. Hace unos días, después de despedirnos, volvió de nuevo al Centro de Salud Mental para decirme que había oído, al salir, que le llamaban «maricón». Ningún tipo de explicación acompaña eso que oyó, salvo que lo oyó. Exceptuando esta alucinación, el ruido tapona cualquier alusión y significación explicativa. Todo se mantiene en el estatismo del puro ruido, esto es, en la presencia atronadora de un real innombrable que sigue dominando el conjunto de su experiencia de certeza.

R. Q. R., así llamaré al segundo paciente, me visitó durante un par de años hace ahora diez. Tenía entonces treinta y cinco años. Vino a consultar por «problemas familiares». Dormía con mucha dificultad, estaba inquieto, hablaba solo y se quejaba de fuertes dolores de cabeza. Temía recaer en un cuadro epiléptico del que había sido tratado unos años antes y del que había desaparecido toda sintomatología; asimismo, los E.E.G. que se le realizaron no ponían de manifiesto nada patológico. De todos modos, en mi fuero interno albergué siempre la duda de si alguna vez había padecido la mencionada epilepsia.

Su relato era monótono y tercamente repetitivo. Todo el rato se trataba de lo mismo: su familia le persigue, en especial su padre; le han hecho mil y una perrerías, le han pegado, amenazado e injuriado. Su padre no le ha dado los bienes prometidos. No sólo no le ha dado lo que le pertenecía sino que, cuando pudo desarrollar alguna actividad profesional, el malvado se encargó personalmente o por medio de algún hermano de que su trabajo fracasara. Su padre lo desprecia, lo acosa, incluso ha dicho en presencia de su madre que él no es hijo suyo.

Desde hace años, R. Q. R. guarda documentos, cartas, radiografías, informes médicos, diarios y grabaciones en los que se recogen cada una de las calamidades a las que el padre lo viene sometiendo. Sus escritos están plagados de subrayados, de anotaciones en los márgenes (cosa que hubiera encantado a Kraepelin). Ese es el pequeño tesoro que un buen día me entrega para que yo también compruebe que no está loco. «Mi padre me ha jodido la vida. Me ha dicho que acabaré suicidándome. Algo irrefrenable me empuja a tirarme al río cuando cruzo el puente para venir a consulta».

Otros compañeros del Centro se han entrevistado en numerosas ocasiones con los padres y varios de sus hermanos. No salen de su asombro cuando comprueban, una y otra vez, que el padre es tan canalla y desalmado como lo retrata el paciente. Con todo, R. Q. R. no ha huido de la familia, ni siquiera se plantea escapar del acoso despiadado al que está siendo sometido por su padre. Tampoco se ha preocupado de tramitar las diligencias para cobrar una pensión por problemas mentales. Eso le trae sin cuidado. Sólo quiere que se haga justicia. Está dispuesto a todo para ello, incluso a morir si es preciso.

Instalado en su axioma de la certeza («Mi padre me persigue»), este paciente encontró una vía, muy peligrosa, para denunciar las vejaciones y reclamar que se haga justicia. En cuatro ocasiones en los dos últimos años puso su vida en grave riesgo tras jornadas de inanición. Sin probar alimento pasaba los días encerrado en un pajar, hasta que alguno de nosotros, el médico de su zona o la Guardia Civil lo sacaba de su encierro. Regresaba desnutrido, pero maquinando ya la siguiente protesta: «Que venga el alcalde, el juez, que venga Dios en persona. Esto tiene que llegar al Defensor del Pueblo. Todos tienen que enterarse de lo que me ha hecho ese hijoputa».

Por más que los datos que relata –palizas, heridas, cicatrices y lesiones de las que guarda todo tipo de pruebas documentales– coincidan con la realidad, cosa que nos parecía evidente a quienes tuvimos ocasión de tratar con él, la posición que R. Q. R. toma frente al axioma de su certeza respecto al Otro perseguidor, nos indica con precisión la estructura psicótica en la que intenta maniobrar. Su paranoia rudimentaria está por completo anclada en una fórmula mínima relativa a su Otro, una certeza delirante que, por lo demás, coincide con la realidad. R. Q. R. está aún lejos de haber elaborado un sistema delirante, cosa que de darse algún día le supondría inventar alguna respuesta sobre el porqué y el cómo de su posición de objeto de goce del Otro. Esa posibilidad sería, quizás, la única manera de moverse de tan real, monótono y estragador erre que erre.

El último de los casos se refiere a una mujer de sesenta y cinco años, Pilar, a la que conocí poco después de haber intentado darse muerte, clavándose un cuchillo en el pecho. Lo cierto es que, tras una breve hospitalización, mejoró en pocas semanas, como si ese acto la hubiese aliviado, al menos durante una temporada. Después de tres años de tratar con ella, me da la impresión de que Pilar puede matarse en cualquier momento. Está condenada, así lo siente. No hay otro remedio para ella que pagar con su vida por el pecado que antaño cometiera: quedarse embarazada pasados los cuarenta, «a una edad en la que esas cosas ya no se puede hacer. Eso no está bien. Me lo decían hasta las vecinas». Testigos de aquel goce en que sitúa su pecado irreparable, aquellas vecinas murmuraban a su espalda. Ella lo sabía, pero también sabía que tenían razón al despreciarla, pues no hay en este mundo nada más despreciable que ella misma. Las murmuraciones y alusiones duraron poco tiempo, dando paso a un hondo pesar y a un sentimiento de inutilidad completa. Así durante más de veinte años.

La certeza sobre la indignidad de su ser y los desprecios de los que hace gala sin ningún pudor son, con diferencia, los elementos más destacables de su experiencia cotidiana. Hace unos meses, en pleno invierno, dejó otra vez más constancia de su sentimiento de inutilidad al explicar que no sabía hacer comidas, ni siquiera encender la gloria. «Ya ve usted, no valgo para nada», dejó caer una vez más. Al preguntarle por qué era eso de la 'gloria', después de una breve explicación, añadió: «Tengo terror cada mañana al encenderla, no siendo que salga una llamarada y me abrase en las llamas del infierno». Ahí está todo, en esa condena a arder en las llamas del infierno que la aguardan a cada paso que da, seguramente como forma de lavar para siempre ese «pecado imperdonable», sobrevenido en el momento de la concepción de su hijo pequeño.

Espero haber mostrado con acierto las diferencias entre las variadas experiencias de la certeza y el axioma o fórmula elemental del posible delirio. Al haber elegido a propósito ejemplos de sujetos que no han desarrollado una amplia sistematización delirante, me proponía poner de manifiesto que también en esos cuadros poco delirantes –como el de R. Q. R. y el de Pilar– se pueden aprehender las diferencias que sugiero, las cuales resultan más notorias cuando se trata de delirios frondosos.

Tomando de nuevo la clasificación antes propuesta respecto a las experiencias de la certeza, intentaré aplicarla ahora a los primeros pasos de la psicosis, a sus momentos iniciales. Tales observaciones me han servido para aclararme sobre las claves diferenciales que caracterizan los diversos polos de la psicosis, es decir, las distintas posiciones subjetivas que se pueden dar en esa estructura.

 

IV. Polos de la psicosis

Recuperando la referencia a los dos momentos lógicos de la instauración de las manifestaciones psicóticas, la perplejidad o vacío y la significación, conviene interrogarse sobre las peculiaridades de cada variedad clínica y sobre su por qué. A este respecto, las diferencias entre el estado esquizofrénico y la paranoia resultan muy evidentes. En el polo esquizofrénico hallamos en esencia a un sujeto pasivo, es decir, a un receptor o fuente parásita que experimenta en su encierro interior el filo cortante de lo real. La experiencia enigmática es su denominador común, mientras asiste al desmoronamiento del lenguaje y a la fragmentación del cuerpo. Sumido en la perplejidad más angustiosa, el esquizofrénico no fabrica ninguna respuesta explicativa, esto es, no consigue introducir ninguna significación relativa a ese vacío que experimenta. Cuanto más capturado está en el Uno, en la soledad por excelencia, menos columbra la existencia del Otro. A falta de ese Otro exterior, todas sus experiencias se circunscriben a la xenopatía del cuerpo y del lenguaje. Así puede permanecer para siempre, a no ser que consiga inventar algún axioma o fórmula que le permita delirar, en cuyo caso se desplazaría desde el estado esquizofrénico hacia la paranoia esquizofrénica o, como suele decirse, la esquizofrenia paranoide.

El polo paranoico está habitado por un sujeto activo, esto es, alguien que inventa una respuesta frente al enigma inicial. Cualesquiera sean los fenómenos elementales de la paranoia, siempre encontraremos en ellos la presencia de un Otro. Basta que alguien se sienta aludido, aunque no sepa qué se le quiere decir con eso, para que en su fuero interno ya conciba la existencia de un Otro, pues de algún lugar o instancia que no es él mismo tiene que partir la alusión y la autorreferencia. Se entenderá ahora aquella afirmación antes realizada, según la cual el paranoico –a diferencia del esquizofrénico– es capaz de cernir un axioma que sirva de encofrado al delirio que podría llegar a inventar. Como la propia palabra 'postulado' indica, esa proposición que no requiere verificación será la materia prima empleada en los ulteriores razonamientos. Al incluir al Otro, el postulado o axioma de la certeza posibilita la creación de las distintas significaciones tendentes a explicar las causas, las intenciones y las finalidades que mueven a ese Otro en sus propósitos gozadores. Una de las características más llamativas del axioma paranoico es la maldad que atribuye al Otro, la cual es proporcional a la inocencia con la que él mismo se define. Sobre este particular, todo lo contrario sucede al melancólico, como bien enseña Rousseau en Las ensoñaciones del paseante solitario.

De decidirse el paranoico al trabajo delirante y componer un delirio sistematizado, el clínico debe tener presentes dos aspectos que, a menudo, indican la buena marcha de su creación loca. Se trata, en primer lugar, del aplazamiento –a veces indefinido– de la realización de esa violencia esencial del Otro. De especial interés resulta, en segundo lugar, la consecución de algún tipo de reconciliación, entendimiento o pacto con el perseguidor, salutífero resultado que consiguen algunas creaciones delirantes, como la alcanzada por Paul Schreber.

También en la melancolía puede observarse la concreción de un axioma, tal como pretendí ilustrar a partir de la paciente a la que llamé Pilar. A diferencia del paranoico, el sujeto melancólico configura su axioma de certeza en relación con su propio ser considerado como indigno, razón por la cual son frecuentes las referencias a faltas cometidas que no tiene perdón o a la merecida condenación que le espera. Los clásicos llamaron la atención sobre la relativa inoperancia de los delirios melancólicos, tal como recogió hace más de cien años H. Schüle: «La diferencia psicológica esencial entre los dos tipos de ideas delirantes es la siguiente: en el delirio sistematizado, el deliro se establece de golpe (incluso si era general y vago al principio); en la melancolía, por el contrario, el delirio es secundario; en el primero es un elemento esencial e indispensable, mientras que en el segundo es accidental y puede a menudo faltar. Una vez creado, el delirio sistematizado alivia al enfermo gracias a la explicación que aporta; mientras que en la melancolía esa explicación no hace sino añadir un dolor nuevo». Ese «dolor nuevo» sobreañadido me parece evidente en los monstruosos delirios descritos por Cotard y Séglas en pacientes observados en la Salpêtrière.

A partir de las posiciones de salida que he pretendido dibujar, muchas veces el psicótico tendrá ocasión de enderezar el rumbo de su locura. La clínica nos enseña que los casos más frecuentes son precisamente los mixtos o híbridos entre la paranoia y la esquizofrenia, la paranoia y la melancolía, la esquizofrenia y la melancolía. Resulta asimismo frecuente observar un amplio número de transiciones de un polo a otro de la psicosis, tal como podemos verificar en algunos de los grandes profesores de esta materia, como Schreber (melancolía, esquizofrenia y paranoia), Wagner (melancolía y paranoia) y Rousseau (paranoia y melancolía).

Al conceder importancia a estas transiciones o movimientos de uno a otro polo, nos aproximaremos a una concepción unitaria de la psicosis, la cual se sitúa en las antípodas de las que en su tiempo defendieran Griesinger o Llopis. Tanto más lo está cuanto que, según la visión que les propongo y he desarrollado en otras partes, para nosotros es el sujeto quien tiene en sus manos el timón de su locura, el que dispone de la opción de maniobrar con el fin de hacer más soportable su drama. Soy también del parecer de que nosotros, los clínicos, tenemos la posibilidad de intervenir a la hora de favorecer o de frenar las respuestas y los movimientos del psicótico, sea para encauzar su creación o para limitarla. ¿Se han preguntado ustedes a qué se debe que, durante las últimas décadas, los psicóticos se parezcan cada vez más a los débiles mentales? ¿Tendrá algo que ver eso con los tratamientos farmacológicos abusivamente empleados?

De acuerdo con las reflexiones sobre la certeza que acabo de proponer, me parece necesario revisar periódicamente los conceptos más establecidos en nuestra disciplina, máxime cuando se parte del estudio de las experiencias testimoniadas. Su análisis puede encararse mediante la atenta observación de los fenómenos, hecho que contribuye a perfeccionar la semiología clínica y a facilitar el diagnóstico. Sin embargo, de detenernos en ese punto, dejaríamos de lado lo más auténtico de la experiencia psicótica y también las posibilidades de trato con esos sujetos. A través de los laberintos de la compasión, la comprensión o la empatía con el loco es frecuente desarrollar reacciones del todo inadecuadas a la situación, como son la identificación y el rechazo.

Espero haberles transmitido, mediante este análisis de la certeza y de las singulares experiencias descritas, que en todas ellas hay alguien que bracea para salir a flote. Indicarle la buena dirección a donde dirigir sus esfuerzos, tal es nuestro cometido.

* Agradecemos a José María Álvarez, que nos ha permitidopublicar este capítulo de su libro recientemente publicado Estudios sobre la psicosis, A.G.S.M.La Otra psiquiatría, Vigo, 2006.
José María Alvarez, Doctor en Psicología; Psicológo clínico del Hospital Psiquiátrico Dr. Vilacián (Valladolid); Coordinador del Espacio del Campo freudiano en Castilla y León, ICF; Ha publicado La invención de las enfermedades mentales y Fundamentos de Psicopatología Psicoanalítica.

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