Marzo 2007 • Año VI
#16
Misceláneas II

La mirada del vacío: "El Pabellón de Oro" de Yukio Mishima

Manuel Montalbán Peregrín

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"Yo la Peor de Todas"
Eduardo Médici

En este artículo, su autor lleva a cabo una relectura de la novela "El Pabellón de Oro" de Yukio Mishima (1956), texto considerado como una de las cumbres de la narrativa japonesa de la segunda mitad del siglo XX, para de este modo proseguir una investigación que va desde el Nombre del Padre hasta la angustia. Es así que Miguel Montalbán Peregrin comienza su análisis de la novela de Mishima, sosteniendo que ésta ilustra a la perfección "cómo en el reverso del ideal, se acaba la fascinación y aparece la mirada, y la angustia correlativa como señal de lo real, mucho más cuando el recurso al padre hace aguas".

La relectura de la novela "El Pabellón de Oro" de Yukio Mishima (1956)[1], texto considerado por muchos especialistas como una de las cumbres de la narrativa japonesa de la segunda mitad del siglo XX, ha acompañado el tránsito de mi investigación personal desde el tema del nombre del padre hasta la angustia.

El texto de La Angustia [2], donde las referencias al viaje de Lacan a Japón son bastante explícitas, me ha permitido leer cómo el Pabellón de Oro, monumento histórico de inigualable belleza por el que el joven novicio Mizoguchi acaba sintiendo una admiración enfermiza, está velando la presencia de un objeto que está por fuera de las leyes de la representación, un objeto que remite, como indica J. A. Miller, a "un vacío semejante al que obliga al impulso de la pulsión a contornearlo"[3]. La novela de Mishima ilustra a la perfección cómo en el reverso del ideal, se acaba la fascinación y aparece la mirada, y la angustia correlativa como señal de lo real, mucho más cuando el recurso al padre hace aguas. Aquí es notoria la intuición de Marguerite Yourcenar al hablar de Mishima o la visión del vacío [4], aunque recurrimos a Lacan y recordamos que visión y mirada no son la misma cosa.

Mishima, a partir de unos hechos reales donde un mediocre novicio acaba incendiando el Pabellón de Oro, joya de la arquitectura religiosa budista en Kyoto, y más allá de las simples motivaciones centradas en ambición frustrada y rencor general, desarrolla un complejo estudio introspectivo y dota a Mizoguchi, a pesar de su fealdad y tartamudez, del "don de decir y modular lo que siente, que es privilegio del poeta"[5].

Es la mirada de su padre, un clérigo de aldea, de vocabulario pobre y socavado por la enfermedad, la que introduce a Mizoguchi desde su más tierna infancia en el círculo de devoción de la belleza del templo. Es también la proximidad de la enfermedad paterna, ya en estado muy avanzado, la que acompaña al joven Mizoguchi en su primera visita al mismo. El padre quiere conducir a su hijo antes de morir ante la belleza del Pabellón de Oro y ponerlo de paso bajo la protección del prior del templo, viejo amigo suyo.

Sin embargo, la reacción silenciosa de Mizoguchi ante la primera visión del Pabellón de Oro es una ausencia de emoción, incluso una impresión de discordancia y profundo desequilibrio. "¿Puede la belleza ser algo tan insignificante?"[6], se pregunta. Se siente engañado cruelmente, pues el templo no es otra cosa que una vieja edificación negruzca. Lo tranquiliza ver dentro del edificio una maqueta a escala expuesta del propio Pabellón. Una miniatura perfecta que sugiere el juego infinito de correspondencias entre macro y microcosmos, que permite a Mizoguchi imaginar un Pabellón mucho más pequeño que en su pequeñez alcanza la perfección, al tiempo que otro Pabellón infinitamente más grande que logra en su grandeza el mundo. El mero reconocimiento de la imagen idealizada fracasa, la mirada, como objeto, se ha inmiscuido en la escena. Se hace presente una ausencia. Llega a pensar que el Pabellón de Oro resguarda su verdadera belleza tras un semblante prestado; como si para preservarse la Belleza burlara la visión humana, devolviéndonos nada más que una ojeada imperfecta, veladura de un objeto absolutamente ajeno al campo de la representación, que se sustrae del mismo. Se podría decir incluso que hay más belleza en el reflejo sobre el estanque llamado "Espejo del Agua". Pero en el estanque, bajo las plantas acuáticas, descendiendo hasta lejanas profundidades se refleja también el cielo del atardecer; un cielo distinto al que se extiende sobre sus cabezas, que aspira por entero el mundo y abisma el Pabellón de Oro. La mirada como objeto es algo totalmente elidido, imposible de aparecer en el espejo reflejado. La escena de decepción se convierte en inquietante imagen que aspira hacia su centro la pureza y la serenidad; la ausencia de emoción estética deja paso al abismo y sus fondos: un vacío que se desencarna. Frente a esta representación deconstruida la versión del padre flaquea como velo del objeto. La angustia es señal en este breve episodio de la falla de la función paterna.

Una última ojeada antes de marchar. Mizoguchi nota en su espalda la "blanca mano de esqueleto" de su padre. Y así después de que éste ponga su destino como joven novicio en manos del Prior del templo, la belleza del Pabellón de Oro resucita en el corazón de Mizoguchi hasta convertirse en algo todavía más maravilloso. Pero no se trata de un mero paréntesis en la admiración-obsesión que Mizoguchi siente por el Pabellón sino de una clave para comprender lo que llamará a partir de aquí "su maligna influencia" o "el efecto de su veneno" de aquel objeto que parecía rechazarlo, dejarlo de lado, y que culminará con el pasaje al acto final del incendio del Pabellón y el suicidio frustrado.

El padre muere antes de que Mizoguchi pueda transmitirle su afecto renovado por el Pabellón de Oro, enardecido además por la posibilidad de que sea bombardeado en la recta final de la Guerra del Pacífico. Esta muerte marca el fin de su adolescencia y el estupor permanente en que hasta entonces se había debatido da paso a un sentimiento de impotencia afectiva que se concreta en la ausencia de pena por tal fallecimiento. Durante el funeral "el cadáver se dejaba mirar: eso era todo"[7]. Mizoguchi entiende que sus sentimientos sufren también como su habla de una insólita tartamudez. El hecho y el afecto están claramente separados, sin relación, ni sentido. El novicio reflexiona: "La pena que experimento, cuando llega, me cae encima de repente y sin avisar, del modo más irrazonable"[8].

En el aniversario de la muerte del padre, la presencia de su madre en el templo, de la que Mizoguchi prefiere no hablar, hace aflorar un recuerdo, una "cosa", lo llama, respecto a la cual jamás le había dirigido a ella ni una sola palabra de reproche. Se trata de una escena de adulterio en ocasión de la visita de un primo de la madre. Avanzada ya la noche, Mizoguchi se despierta y nota sobre la estera contigua "un movimiento que se propagaba en pequeñas oleadas…haciendo aparecer el interior del mosquitero como la superficie de un lago encolerizado"[9]. De repente, un tibio velo le cegó, eran las manos de su padre que le tapaban la visión de aquella escena. La ocultación es la forma que tiene este padre para arreglárselas con el goce que escapa al significante, operación de ocultación que conlleva el intento de sustitución del goce por el ideal. El pecado del padre, como señala Lacan en el Libro XI del Seminario [10], es no estar a la altura de su función.

La contemplación del rostro difunto de su padre en el funeral le ofrece la ilusión, nos aclara nuestro protagonista, de que a partir de ahí es dueño de su propia existencia pues se ha liberado de la veladura que se interponía entre él y lo real. Pero Mizoguchi reconoce, y ese es el camino que comienza a labrarse para sí, que cuando el espíritu se concentra sobre la Belleza y sus vicisitudes en estas condiciones, uno cae, casi sin darse cuenta, sobre "lo más negro que hay en el mundo en materia de ideas tenebrosas"[11].

La madre vende los derechos sobre el puesto de sacerdote rural del padre, una vez que éste fallece, y ajena totalmente a los ideales de belleza que el Pabellón pudiera representar o al temor de que el mismo pueda ser destruido en los bombardeos le manifiesta al hijo sus aspiraciones: Mizoguchi debe suceder al actual prior en el Pabellón de Oro. Ya sólo vivirá con la alegría de ver cómo lo consigue. La nueva ambición, poco llevadera para el novicio, se convierte en una carga angustiosa y sus agotadoras oscilaciones mentales acabarán tomando cuerpo en un doloroso forúnculo en el cuello. El cirujano lo abre con un corte de bisturí y ese "mundo abrasador y angustioso" revienta y se pierde pulverizado en el abismo. El lazo que lo unía al Pabellón se ha roto, la perversidad que late en sí mismo, vaticina Mizoguchi, proliferará y se multiplicará hasta el infinito.

NOTAS

  1. Mishima, Y. (1956, 2004) El Pabellón de Oro. Traducción de Juan Marsé. Barna: Planeta DeAgostini.
  2. Lacan, J. (2006) El Seminario, Libro X: La Angustia. Buenos Aires: Paidós.
  3. Miller, J.A. (1998) Elucidación de Lacan. Buenos Aires: Paidós. Pág. 591.
  4. Yourcenar, M. (2003) Mishima o la visión del vacío. Barna: Seix Barral.
  5. Ídem, Pág. 39.
  6. Mishima, Y. Op. Cit. Pág. 26.
  7. Idem, Pág. 33.
  8. Idem, Pág. 40.
  9. Idem, Pág. 55.
  10. Lacan, J. (1987) El Seminario, Libro XI: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós.
  11. Mishima, Y. Op. Cit. Pág. 48.
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