Por el discurso de Freud, la muerte es el amor
Antoni Vicens
En su escrito Vergänglichkeit, Freud presenta la vida como el valor a las cosas porque las hace caducas; su compañero de paseo, el poeta, duda porque anticipa el duelo y agudiza su sensibilidad viendo ya el fracaso de la vida.[1] En su texto "Más allá del principio de placer", toma a la vida como la muerte: aquella es el desarrollo del organismo que conduce a la muerte, entendida como un estado anterior a la existencia. Todo lo demás son pulsiones conservadoras, obstáculos en el camino hacia el fin.[2] La vida provoca, herbeiführt, acarrea la muerte.[3] ¿Sería entonces la muerte, la pulsión total? ¿O la vivencia de satisfacción primigenia? En cualquier caso, las pulsiones de vida son todas parciales y singulares, y configuran un destino, orientado, eso sí, por la muerte. La vida no mortal sería la de la especie, asegurada quizás por unas células germinales en función de parásito.[4]
Si no fuera porque el inconsciente se hace cargo de un padre que está muerto sin saberlo, estas células germinales serían el padre real. O sea: el padre es simbólico, mal que le pese, y se ocupa de prohibir un goce, de lo que resulta un deseo. En 1972, sin contemplaciones, Lacan profiere en Lovaina: "La muerte es asunto de fe".[5] Fe fundamental para el deseo, que así es parcial, vivible, realizable. Queda establecida una discordancia entre la vida, algo sólido e insoportable, y la muerte, de la que no nos privamos de dudar. De la vida no sabemos qué es; puede tomar formas colectivas, en las que compartimos una moderación del goce. No dejan de ayudarnos los ejemplos de la vida animal. Y Lacan toma la idea de François Jacob, según el cual, la única característica pensable de la vida es su reproducción, la cual, gracias a la fe mencionada, suponemos concordante con nuestra demanda repetitiva. Alusión a la Sibila de Cumas, cargada con una vida eterna que no remedia su decrepitud, y que demanda morir. En 1974, Lacan precisa que esa fe es compartida: en la feria, el foro, el tráfago de la vida colectiva.[6] La muerte es solitaria.
En L'étourdit, Lacan se ocupa de la realidad lógico-matemática de la muerte.[7] Con la proposición "Todo hombre es mortal" (atribuida a Aristóteles), a cuya verdad adherimos sin pensarlo, la enunciación se bate en retirada. En esta situación, la vida es objeto de un seguro contratable, de verdad estadística y, más modernamente, anticipación genética.
Compartir la vida es una cosa, tomar la muerte en un discurso es otra. En el del Amo, la muerte es riesgo a asumir, como propuso Hegel; en el de la Universidad, es la "memoria eterna del saber" que desactiva todo arrobo posible en la letra. En el discurso del Analista, gracias a Freud, "la muerte es el amor".[8] De ahí el obstáculo a hablar de la muerte: con ella hay que hablar del amor. Ambos se realizan en la eternidad. Dante la describe en el encuentro con el Amor del Amor, de la mano de la amada más allá de la vida, Beatriz. Shakespeare la traslada a la letra, las eternal lines, la eternidad de la muerte y el amor.[9] Los poetas hablan bien de la muerte, a la que llaman amor. Y puesto que el amor es frágil, existe permanente solo en la letra, como carta de amor dirigida a un ausente, desplazado, abandonado o muerto. En el trazo se encuentra bien. No engendra odio. El matrimonio eterno, sí, del que Lacan reprocha a Dante no haberlo incluido en sus laureles infernales.
En su curso Extimidad, Jacques-Alain Miller parte de la idea de que el lenguaje mata el cuerpo, le da su idea más conspicua, como cadáver, Uno al fin, simbólico consumado.[10] Vivo, solamente la zona erógena evoca a la muerte como límite del goce y como borde de la estructura que lo fue relegando hasta lo imposible. El cuerpo, vaciado de goce, queda como conjunto vacío, lugar del Otro sin Otro. El Otro es entonces el lugar del significante que aún no está ahí, que aún no está muerto, anticipado por el amor.
Más adelante, en su Biología lacaniana, Jacques-Alain Miller avanza que concebir un cuerpo solamente como vivo, no se puede.[11] Si el discurso de Freud enseña algo sobre el goce, sobre el Uno, sobre la reproducción, el punto de partida es que el cuerpo goza solamente si está vivo. Como cadáver, el cuerpo hace Uno; como vivo, la biología solamente ha podido determinar que se reproduce. El cuerpo hace Uno en lo imaginario, no sin evocar con ello la unidad del agujero. Lo vivo se realiza en individuos, aunque se agrupen en enjambres, políperos o formas corales.[12] El ser, sí, puede ser coral; es el individuo quien tiene existencia propia. Como señala Jacques-Alain Miller, en el animal la identidad entre el ser y el cuerpo es posible; no para el ser hablante.[13] Hemos de introducir en esa identidad el ser para la muerte de ese cuerpo, prometido a un cadáver imaginario sostenible gracias al poder del verbo, como en el amor. El ser hablante tiene un cuerpo, no lo es; puede fantasear tener el cuerpo de otro como manifestación del amor. Gracias a esa pasión, el desbordamiento de ser del cuerpo hablante encuentra una morada como huésped de sí mismo, no sin otro cuerpo reconocido como unidad de goce. Miller habla de la dehiscencia del cuerpo gozante.[14] En la dimensión imaginaria, el cuerpo es Uno, y se posee; así parece salvarse de la muerte.
Se trata del encuentro de dos suposiciones que, de la falta, hacen uno. Así salen de la presa del desbordamiento, lo que Freud conceptualizó, siguiendo los estudios de August Weismann, como las células germinales, que van más allá de la unidad imaginaria del cuerpo. De este modo, el saber del Uno se transfiere al Otro. El germen, lo que desborda, se hace letra, ese lugar donde el agujero equivale a la presencia del goce.
Si la vida desborda el cuerpo, la muerte contiene entonces el Uno que sostendría el saber cierto sobre ella; pero esto es imposible, aunque abordable por el concierto del amor. Dos no hacen Uno, pero el cuerpo se sostiene en un Uno por la gracia del amor. El desbordamiento total de la vida sería letal, de ahí el lenguaje como modo de anticipar la muerte. La producción cultural del alma –significante de la vida inmortal– reúne la muerte con el lenguaje hábitat del ser. El alma es un artificio que permite prescindir de la escritura para posponer la muerte al infinito. De ahí una segunda muerte explicitada por Lacan en su Seminario La ética del psicoanálisis.
En 2017, Esthela Solano respondió a unas preguntas sobre la vida y la muerte formuladas por la revista La cause du désir.[15] Nos ofreció una puesta al día de las referencias principales en Lacan y en Miller sobre el tema de la muerte y el psicoanálisis; una impresionante lección sobre el tema. Si bien no sabemos qué es la vida, sí sabemos qué es un cuerpo vivo: aquel que muere. Pero esa es una cuestión de hecho, nunca saturada por ningún saber a priori. De la vida, como dijimos, solo sabemos que se reproduce; y aún esto no dice nada sobre la relación entre los sexos.
El cuerpo que tenemos es inconciliable con el ser para la muerte con el que el lenguaje nos acompaña. Formas de amor intervienen ahí para hacer vivible la brecha real, es decir, nunca cerrada.
El amor es inconsistente; está hecho de contingencias; en un momento, puede fulgurar como necesidad y tomar consistencia de letra. Hay que hacer un esfuerzo para no creerse inmortal.[16] El discurso del Otro no conoce la muerte; no podemos confiar en una experiencia que nos diera un nuevo saber sobre ella: será ya tarde. En el sinthome podemos, con suerte, adivinar el rasgo mortal que traza el surco de lo caduco. El sinthome es saber de no saber; algo individual, tan cerrado al Otro como la palabra autista. Lugar imposible en el que ya no es posible el equívoco porque no hay nada que decir. El sinthome "escapa a toda muerte posible".[17] Solamente la cavidad a la cual se destina el cuerpo da el peso de la vida, peso de un agujero, contingencia del amor, levedad de la muerte.
NOTAS
- Freud, S., (1915) "La transitoriedad", Obras completas, Vol. XIV, Amorrortu, Bs. As., 1976, pp. 305-311.
- Freud, S., (1920) "Más allá del principio de placer", Obras completas, Vol. XVIII, óp. cit., pp. 1-62.
- Ibíd., p. 39. "El estatuto de las pulsiones de autoconservación que suponemos en todo ser vivo presenta notable oposición con el presupuesto de que la vida pulsional en su conjunto sirve a la provocación de la muerte".
- Lacan, J., "El atolondradicho", Otros escritos, Paidós, Bs. As., 2012.
- Lacan, J., "Conférence de Louvain", La cause du désir, n.º 96, p. 11.
- Lacan, J., El triunfo de la religión, Paidós, Bs. As., 2005, pp. 94-95.
- Lacan, J., "El atolondradicho", Otros escritos, óp. cit., pp. 498-500.
- Ibíd., p. 500. Cf. Philippe La Sagna y Rodolphe Adam (Contrer l'universel, París, Michèle, 2020) opinan que solo quedará el discurso del analista para decir adecuadamente la muerte y el amor.
- En el soneto 18.
- Miller, J.-A., Extimidad, Paidós, Bs. As., 2010, p. 163.
- Miller, J.-A., Biología lacaniana y acontecimiento del cuerpo, Colección Diva, Bs. As., 2002.
- Ibíd., p. 10.
- Ibíd., p. 9.
- Ibíd., pp. 90-91.
- Solano-Suárez, E., "Les planètes ne rêvent pas de mourir", La cause du désir, n.º 96, pp. 33-50.
- Lacan, J., "Apertura de la Sección Clínica", Ornicar?, n.º 3, Petrel, Barcelona, 1981, p. 38.
- Lacan, J., "Joyce le symptôme I", en Aubert, J. (ed.), Joyce avec Lacan, Navarin, París, p. 28.