AÑO XVII
Diciembre
2023
43
Lazos

El amor loco, o no tan loco

Francesca Biagi-Chai

Fragmento de El jardín del amor, de Rubens

“Sucede”, escribe André Breton en El amor loco, “que la necesidad natural concuerda con la necesidad humana de una manera tan extraordinaria y excitante que las dos determinaciones se revelan indiscernibles”.[1] Breton apunta al “punto supremo” en el que todas las mujeres amadas anuncian a la mujer “locamente amada”.

“Es cualquier cosa menos amor”, dice un paciente obsesivo de la película Contra viento y marea, de Lars Von Triers. Sin embargo, el tema de la película es el amor entre un hombre y una mujer. Forma parte de una trilogía que el director dedica al amor en los seres buenos y puros.

Aquí, el artista no desarrolla un largo discurso psicológico sobre el amor, sino que esboza su coherencia interna, haciéndola legible y desligada del fondo discursivo. Comunica al espectador no tanto una imagen de la realidad como la lógica de lo real tal como puede ser aprehendida por el analista en las curas. El artista se une a la clínica y a la sociedad. Por eso el analista se beneficia dialogando con él. La puesta en escena provoca aquí el saber y resuena en la intimidad del espectador. Lo obliga a preguntarse hasta qué punto este real remite a una realidad de la complejidad humana que se estaría ignorando.

El tema de la película de Lars von Triers es el amor extremo, llevado hasta el sacrificio de la vida, de una mujer por un hombre. Un amor lo suficientemente loco como para conducirla a la muerte. Si el amor es esta aspiración a convertirse en Uno para corregir la desarmonía de los cuerpos que la castración simboliza y que bloquea el acceso del ser hablante al goce total, entonces el objetivo se alcanza más allá del límite, ya que desaparece en el otro. El goce fálico no limita esta aspiración, no abre el camino a los objetos de deseo “idealmente” encontrados en el ser amado, él “es” este objeto demasiado perfecto. El amor loco es, pues, el tipo de amor que no dejará ningún resquicio entre el deseo y la satisfacción, realizando así la relación sexual “que no hay”, según el célebre aforismo de Lacan.[2]

Para Lacan, son las mujeres las que más a menudo aman locamente. Una mujer puede ir muy lejos en su amor por un hombre, en cuyo caso adquiere la apariencia de un amor infinito, ilimitado. Sin embargo, a este respecto, señala que “precisamente para la mujer no es fiable el axioma célebre de Fenouillard y, pasada la raya, está el límite: que no hay que olvidar”.[3] Si bien el amor de una mujer va más allá de los límites de la concesión que hace de sí misma al fantasma del hombre, hay un límite, el límite de la estructura. Es en la psicosis cuando se traspasa este límite. Por eso “una mujer solo encuentra a El hombre en la psicosis”.[4] Esto es lo que revela la película.

Desde el principio, la referencia a la psicosis es explícita. Los diálogos alucinatorios de Bess, la heroína, siguen el modelo del desdoblamiento de voces con el que concluye Psicosis, de Alfred Hitchcock, en el que el joven héroe, cuya personalidad se desdobla, habla a dos voces con la madre que lleva dentro.

Bess vive en un ambiente protestante ejemplarmente rígido, donde las leyes se aplican al pie de la letra en la más perfecta desencarnación. Esta joven ingenua y pura ama a Yann, un joven extranjero que trabaja en el mar en una plataforma petrolífera. Se casa con él. Él ha traído la música a su vida y a este pueblo, tan silencioso que ni siquiera hay campanas en la iglesia.

Bess vive su amor del mismo modo que su religión, sin misterio. Lo que guía su vida es el superyó social y religioso que le impone la voz alucinada de su madre. Bess se impregna así del discurso del Otro, cuya paradoja del deseo desconoce. La cuestión del deseo del hombre, de su marido, queda igualmente disuelta tras el discurso convencional del matrimonio y del amor. Para ella, el amor está unido al puro significante del hombre; es desencarnado. Desde este punto de vista, es ya el amor muerto de la erotomanía. No hay fantasma que vista al acto sexual. El rigor significante se desliza en la metonimia lógica que va del hombre, a la mujer, a la boda, a la primera relación sexual, realizada en el aseo del restaurante durante la comida nupcial. Al marido, que se sorprende por la falta de romanticismo del lugar donde se produce la primera vez, la pura lógica significante le responde: “Tómame ahora, ya que te acabo de ser entregada”. Bess equipara lo simbólico con la realidad carnal que implica, vaciado de los ensueños que dan consistencia a lo imaginario. Para ella, la presencia real es signo de amor, y cualquier alejamiento de Yann es desaparición y amenaza de muerte.

Yann vuelve al trabajo. Bess, amenazada por la despersonalización, vuelve a la forma de amor que la ha sostenido toda su vida, la presencia de su madre y el amor de Dios. Yann regresa gravemente herido, entre la vida y la muerte, y permanecerá paralizado. Pero Bess da gracias a Dios: está vivo, o más exactamente, está presente a su lado. En un primer movimiento, Yann le pide que tome un amante, porque ella es joven y él no quiere estropear su futuro. Bess no lo acepta, su amor es total. Yann, que no es puro como ella, la insta a entregarse a otros hombres para poder vivir él mismo sus deseos y fantasmas a través de otras personas.

Bess obedece a esta exigencia apremiante. Él lo es todo para ella, sin fallas. Así que busca hombres sin que ningún deseo propio intervenga en la elección. Pero el enigma del deseo de Yann separado del amor no encuentra en ella ningún eco fantasmático, ninguna coordenada para interpretarlo. En su lugar surge una interpretación delirante: Dios salvará a Yann de la muerte gracias al don que ella haga de sí misma. “No hago el amor con ellos, sino con Yann y lo salvo de la muerte”. Esta neo-significación del amor es loca porque es demasiado real, demasiado absoluta y, por tanto, no lo suficientemente loca en el sentido común del extravío. Bess no está perdida, está rigurosamente en el Otro. El amor muerto es la respuesta de la estructura a la cuestión del amor. Desde el momento en que el delirio ocupa el lugar de la realidad, Bess ya no necesita ver a Yann ni contarle sus encuentros; todo sucede telepáticamente. Ella hace existir la relación sexual en la que la muerte subjetiva precede a la muerte real. Se presenta como una prostituta, pero no es más que el objeto desecho y precioso, caído de la separación, para Yann, del amor y del deseo. Así pues, es efectivamente El hombre, equivalente del Otro no barrado por su goce, lo que la mujer encuentra en la psicosis, y no un hombre en el que se encarnaría este goce.

Un hombre puede venir a este lugar a condición de que la dimensión del amor aleje la cuestión sexual y, como puro semblante, nunca esté sujeto a una contingencia, a un accidente, que lo hiciese vacilar, que lo desalojase de este lugar, que es lo que le ocurrió a Yann. Aparecería entonces el vacío de la significación fálica, desencadenando los fenómenos coextensivos del retorno de lo real forcluido de lo simbólico, donde se disuelve un imaginario sin consistencia.

El artista nos enfrenta a un amor singular, el amor en la psicosis. El psicoanalista se curte en estas modalidades neológicas del amor. Esto plantea la cuestión de la posición del analista y de la transferencia en el tratamiento de los sujetos psicóticos. ¿Basta con no retroceder ante la psicosis para orientarse adecuadamente respecto a lo real que allí se manifiesta y su relación con la realidad?

Lo que Herbert A. Rosenfeld olvidó en su libro Estados psicóticos es que una mujer solo encuentra a El hombre en la psicosis. Los casos que describe recuerdan a la historia de Bess. ¿Ha leído el artista el libro? En cualquier caso, lo real no miente. Estos casos ilustran la consecuencia de manejar la transferencia según la teoría kleiniana, en la que “el analista debe movilizar la capacidad del paciente para experimentar amor, depresión y culpa. Si este análisis es satisfactorio, el amor y el odio se vuelven menos disociados, y ambos pueden ser experimentados cada vez con mayor intensidad hacia [el analista como] un objeto único”.[5] Así, desconociendo el límite de la forclusión, el analista debe proponerse como otro del Otro para el sujeto. El otro que sabría manejar al Otro del que sin embargo depende. Responden a este imposible los actings-out sistemáticos y repetidos bajo la forma de una sexualidad anárquica y deslocalizada.

Una paciente esquizofrénica conducida por este objetivo de transferencia al borde de tener que dar cuenta de una emoción de amor se ve inmediatamente amenazada por un estado de confusión. Se acerca a esa zona peligrosa para el sujeto psicótico donde la llamada al significante no tiene eco. Esto no distrae al analista del deseo imposible de hacer surgir lo que nunca ha sido simbolizado: “Comenzó a exigirme que la reasegurara y le brindara cariño constantemente, y me mostró en las sesiones que cada día se sentía menos capaz de cuidarse a sí misma. [...]. El análisis confirmó [la] inhibición sexual”.[6] Y, sin embargo, la paciente obedeció la petición y habló cada vez más de sexo, y leyó “libros que la estimulaban sexualmente, y después de un año de tratamiento me contó que se pasaba las horas hamacándose”,[7] lo que Rosenfeld no dejó de interpretar con la clave fálica como equivalente a la masturbación. Continúa inclinándose en esta dirección: “Sus sentimientos positivos hacia mí en la transferencia se estaban volviendo más fuertes y al mismo tiempo más conscientes. A esta altura del tratamiento comenzó a realizar un acting-out excesivo con numerosos hombres, a quienes conocía generalmente en un club donde tenía oportunidad de bailar”.[8] En varias ocasiones atacó a su analista: “Le voy a romper la cara”.[9] Decía que él le había salvado la vida y la había vuelto loca. “Su conducta, que ella denominaba ‘amor loco’, tenía como característica la experiencia simultánea de atracción y de envidia”.[10] “Confesó que estaba locamente enamorada de mí, y que yo era el único hombre con quien quería casarse”.[11] En efecto, podríamos decir que ella intenta ligar a un hombre con El hombre, encontrar en la persona del analista el partenaire ideal que Bess encontró en Yann antes de la catástrofe. La paciente, sin embargo, se limita a responder a la oferta imposible que se le hace, pues se le propone y se rechaza a la vez. ¿Intenta el analista volverla neurótica? ¿No es este fantasma de reparación la que lo mantiene en esta posición insostenible y peligrosa tanto para sus pacientes como para sí mismo?

Por el contrario, el deseo del analista más allá de su fantasma es lo que, en la orientación lacaniana, responde a la clínica del Otro que lo real barra. Se cierne el real en juego, se identifica y reduce el goce que condensa, pero no se interpreta, puesto que constituye el último escollo que el sentido no puede reabsorber. La estructura no se corrige, pero el sujeto adquiere un saber hacer con lo que reconoce como su característica. Las coordenadas de lo real son particulares, y ningún recurso a una supuesta función normalizadora de la sexualidad puede regularlo. Cualquier intento de normalización resulta forzado, y produce actings-out que actúan como resistencia última a la singularidad del ser, la aparición en la escena de lo visible de las coordenadas del síntoma de las que el sujeto está excluido.

La sexualidad y el amor están ligados de manera singular para cada uno de nosotros. Tomar esto en serio nos permite, por el contrario, volver legible la modalidad individual según la cual este anudamiento se produce o fracasa. El sujeto puede saber algo al respecto. Un saber sobre esta particularidad ayuda al sujeto psicótico a protegerse de los rigores del superyó social, que ignora las vicisitudes de la ausencia de significación fálica. La transferencia se articula aquí a esta consideración de lo real de la forclusión. A partir de entonces, el analista se convierte en el secretario, el destinatario de lo impensable para que, en este lugar donde lo real es acogido, el paciente trabaje para modificarlo. Esto no implica su desaparición, sino su fijación residual. El analista seguirá siendo el garante de la diferencia que es el goce del sujeto en la medida en que permanezca privado, a diferencia del dar a ver que surge en los pacientes de Rosenfeld.

Recibo a una joven cuya psicosis se desencadenó cuando su marido se volvió impotente a consecuencia de una diabetes grave. “Su” hombre se disoció de El hombre como completo para ella; una hipocondría y fenómenos elementales la invadieron. Codicia a todos los hombres porque se siente llamada por todos ellos. Para ella, estando el falo localizado en el órgano real, la desaparición de la función del órgano conduce a la muerte del hombre y, por tanto, de la mujer. Los actings-out ante este fallo en el Otro la conducen a la analista. Se introduce compulsivamente diversos objetos en su sexo antes de dormirse. Esto calma las percepciones delirantes y los fenómenos elementales. Acoger este fuera de sentido, esta extrañeza tan sorprendente para ella como para los demás, que no resuena con nada conocido, constituye el principio de un deseo de saber. Para la analista, no hay ningún sentido que buscar. No obstante, la analista acompaña su descubrimiento: la disociación entre El hombre sin fallas y un hombre de carne. En esto consiste su real. Es una neo-significación, una especie de pequeño delirio que condensa un goce desreglado. La hipocondría ha cesado, así como los fenómenos elementales. Fijada a este lugar de sinsentido, ella ha operado, como equivalente de un fantasma, su “rareza humana”, como dice. El hecho de contarse entre los demás le abrió el camino a su discurso sobre el amor, que despliega en el análisis y que pone fin a los “actos inmotivados”.

Para esta otra joven, de cuyo caso informé bajo el título “El amor como sinthome” en La lettre mensuelle, el análisis es lo que le ha permitido dar sustancia al significante “mujer”, que vale para ella como Ideal del yo. Gracias a ello, ha podido amar a un hombre, están a punto de casarse, va a elegir el vestido. Está allí, sola, en el centro comercial, mientras que las demás están todas acompañadas de otra mujer, una madre, una amiga, una consejera. Las vendedoras no la ven, ella es transparente, al borde de la despersonalización. Le dije entonces que las vendedoras no eran psicólogas, y que podía hacer concesiones a cierta costumbre que, al parecer, exige que no elijas sola tu vestido de novia: ¡uno se pregunta por qué! Pero, ¡en fin! Consintió a ello y volvió contenta de haber elegido uno, aunque no se pareciera en nada al que había querido en un principio. Esta vez estaba acompañada, dijo triunfante; una compañera de oficina, libre esa tarde después del trabajo, había aceptado la propuesta. No es muy romántico, como dice Yann a Bess en los aseos del restaurante.

No interpretar el formalismo con el romanticismo, o lo fuera del falo con la clave fálica, es dar cabida a este imaginario insólito. Se trata, sin embargo, de su real, y esto permite inscribirlo en una cadena en la que el amor loco caracteriza todos los amores y cada uno al mismo tiempo.

Traducción: Lore Buchner

* Traducción del texto “L’amour fou, o pas si fou que ça” que se encuentra en Quarto, revue de psychanalyse, n.º 78, ACF en Bélgica, febrero de 2003, pp. 33-36. Publicado con la amable autorización de la autora.

NOTAS

  1. Breton, A., El amor loco, Madrid, Alianza Editorial, 2008, p. 32.
  2. Lacan, J., “El atolondradicho”, Otros escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, p. 518.
  3. Lacan, J. “Televisión”, Otros Escritos, óp. cit., p. 566.
  4. Ibíd.
  5. Rosenfeld, H., Estados psicóticos, Buenos Aires, Ediciones Horme, 1988, p. 240.
  6. Ibíd., p. 243.
  7. Ibíd., p. 247.
  8. Ibíd.
  9. Ibíd., p. 249.
  10. Ibíd.
  11. Ibíd., p. 248.