AÑO XVII
Diciembre
2023
43
Odio

Actualidad del odio. Una perspectiva psicoanalítica

Anaëlle Lebovits-Quenehen

Fragmento de El jardín del amor, de Rubens

Resurgimiento

El odio no es una pasión nueva, es tan antigua como el mundo. Pero, de acuerdo a la época y al lugar, esta pasión es más o menos respetada y, por lo tanto, más o menos palpable. Ahora está resurgiendo en Francia, en Europa y más allá. En el contexto de un malestar generalizado en la civilización, muestra sus colmillos en la calle y en las administraciones, en los medios de comunicación y en las redes sociales. El hecho de que el odio esté ganando terreno no deja de tener consecuencias desafortunadas. Dichas consecuencias podrían ser incluso desastrosas si, por ejemplo, el odio llegara a las más altas esferas del Estado francés.

El retorno de la bestia inmunda

Seamos claros desde el principio: las páginas que siguen se oponen resueltamente a la bestia inmunda que acecha enérgicamente al mundo. Puesto que, por ser inmundo, este afecto debe, no obstante, ser pensado. Entre otras cosas, examinamos las condiciones de su aparición, en parte necesarias y en parte contingentes.

Tal vez se pregunten por qué una psicoanalista se mete en estos asuntos. Hay al menos tres razones:

  • el ejercicio del psicoanálisis requiere el estado de derecho (en el que la palabra se enuncia libremente) que el odio imperante pone hoy en peligro;
  • el discurso analítico, el de Freud y especialmente el de Lacan, arroja una nueva luz sobre el odio, que creemos mucho más eficaz que muchos discursos que pretenden disolverlo denunciándolo, cuando en realidad no hacen sino reforzarlo;
  • finalmente, quienes hoy se pronuncian contra los discursos de odio, sobre todo de la extrema derecha, no son tan numerosos como para que los psicoanalistas puedan abstenerse de contrarrestar ese discurso sin incoherencias.

Lacan vio llegar este retorno del odio bajo la forma del ascenso del racismo.[1] No obstante, eran tiempos en que Europa parecía sólidamente asentada en la reconciliación de los Estados y la unidad de las naciones. La Segunda Guerra Mundial había dejado una huella duradera en los europeos, que entonces se preocupaban por mantener la comunidad de los Estados que componían a Europa, así como por alejar a la extrema derecha del poder político y permitir a las naciones volver a encontrar la unidad que la guerra había dañado.

Esta visión que promovía una Europa unificada se ha vuelto claramente caduca, si no para todos, sí para muchos. En Francia, por ejemplo, un partido de extrema derecha ha vuelto a imponerse en las elecciones europeas, tras haber quedado segundo en las presidenciales. Sin duda, es un hecho correlativo que los racistas y antisemitas se escondan menos ahora que en el pasado. Peor aún, la opinión pública ya no es capaz de silenciarlos, ya sea por indiferencia o por cobardía –o un poco de ambas, probablemente‒.

Fragmentación

Al mismo tiempo –y veremos que no es ajeno a ello–, asistimos a una fragmentación del cuerpo social, constituido por una multitud de grupos fundados en un modo de goce, es decir, en una manera de gozar de la existencia –ya sea a través de su orientación sexual particular o de su manera de relacionarse con Dios, con el saber, con el dinero, con los ideales políticos, con su sexo, con sus orígenes, etcétera‒.

Son tiempos en los que las minorías se imponen. A veces hasta el punto de que parece no haber más que minorías, cada una reivindicando sus decisiones y creencias. A ello responden odios de todo tipo, tan particulares como particulares son estos grupos: del racismo a la misandria, del antisemitismo a la misoginia, de la misología (odio al logos, a la razón) a la homofobia o la transfobia, etcétera. Estos odios, tan fragmentados como los grupos implicados, parecen tener una respuesta para todo.

La homogeneidad de un grupo solo puede lograrse excluyendo a aquellos cuyo modo de goce difiere de la norma dominante. Es la propia lógica del conjunto[2] la que está en juego. Esto no es nada nuevo. Lo que es nuevo, sin embargo, es tanto la proliferación de estos conjuntos como la firmeza con que se afirman excluyendo.[3] Y el odio se mantiene allí, aunque no siempre, pero con demasiada frecuencia, en emboscada, acompañando a estos nuevos grupos que producen nuevas separaciones y segregaciones, algunas de las cuales son aceptadas como tales, otras no tanto.

El odio duro y el blando

El hecho de que los objetos potenciales de odio se multipliquen y de que el afecto odioso se desboque no carece de consecuencias políticas, ya que cuando este afecto se colectiviza durante un periodo electoral, por ejemplo, su poderoso impacto se deja sentir. Tanto más cuanto que la aparente dispersión del odio no debilita, por desgracia, a sus adalides históricos. Como vimos en Brasil con la elección de Jair Bolsonaro, no son solo las ideas o los valores los que llevan a un hombre a la más alta función del Estado, no son solo los votos de adhesión los que triunfan, sino también los votos sin clara adhesión e incluso la abstención (en los países donde el voto no es obligatorio). Así pues, la extrema derecha es elegida (en Brasil como en otras partes) cuando encuentra un número suficiente de electores que votan no solo a su favor –quiero decir, adhiriendo a su programa político–, sino también y sobre todo en contra de los partidos políticos de la oposición, a los que muchos electores decepcionados tienen la intención de dejar de votar, cueste lo que cueste e incluso si ello significa abstenerse.

Pero ¿es lo mismo votar contra la extrema derecha que votar contra los partidos republicanos de los que uno se ha desilusionado? No. El frente republicano unido contra la extrema derecha propone ciertamente un voto en contra, pero es un voto decidido a favor y ante todo a favor de preservar la pluralidad de opiniones y su posible confrontación que solo la democracia permite. Es un voto a favor de la posibilidad de reivindicar nuevos derechos, que también requieren democracia, donde es posible expresar públicamente el desacuerdo y el rechazo, formar grupos, manifestarse y hacer huelga. Por el contrario, el voto en contra que favorece a la extrema derecha significa dar plenos poderes a una ideología que, una vez en el poder, sin duda dejaría muy poco espacio a las reivindicaciones de los derechos humanos y, en cambio, reprimiría autoritariamente cualquier disidencia –ya hemos visto este tipo de poder en acción, el de Vichy, entre otros–.

Con este voto en contra o esta abstención favorable a la extrema derecha, estamos pues ante un odio blando a la democracia, un odio que se ignora a sí mismo, pero que pasa, aparentemente de la nada, a un odio duro, que solo se revela como tal por las consecuencias que produce en el fortalecimiento de la extrema derecha, elección tras elección.

Algunos votantes pueden pretender votar a pesar de las tendencias odiosas de la extrema derecha o ignorándolas; los abstencionistas pueden pretender abstenerse de hacer una elección, pero en realidad la están haciendo. El odio está ahí, por encima de las ideas, los valores y los programas. Cualquiera que sea la forma que adopte, el odio reconoce al odio y conduce hacia el odio, y especialmente hacia la extrema derecha, que hace de la promoción de este afecto su negocio, ya sea que se dirija a minorías de todo tipo o a sus adversarios políticos en democracia.

La misma tendencia a fusionar no tanto las ideas como los afectos de odio la estamos viendo ahora en un número cada vez mayor de países más o menos cercanos al nuestro. Solo difieren ligeramente los nombres de los objetos de odio: migrantes, gitanos, mujeres, árabes, judíos, homosexuales, bobós.

Así que la dureza anunciada por la extrema derecha en política migratoria puede no ser tenida en cuenta por los ciudadanos que dicen simpatizar con los migrantes –migrantes a los que a veces ayudan de forma muy concreta, por otra parte‒. Exasperados por los partidos gubernamentales, pueden entonces renunciar a sus esfuerzos por hacer retroceder a la extrema derecha para no dar su voto a los partidos que se oponen a ella. Su odio se expresa entonces despreocupadamente cuando corren el riesgo de permitir que se apruebe una política feroz sobre los inmigrantes en lugar de bloquearla. Si bien es cierto que los derechos de los más débiles siempre deben ser defendidos e incrementados en democracia, en cualquier caso, son más y mejor respetados que bajo regímenes de extrema derecha que manifiestan un odio declarado, acorde con su historia, hacia los más minoritarios y débiles.

Las últimas elecciones presidenciales en Francia fueron edificantes a este respecto, cuando una parte importante de la izquierda, voluntariamente militante y supuestamente democrática, se abstuvo, sin embargo, de votar en la segunda vuelta, de modo tal que el ni-ni estableció de facto la equivalencia entre las inspiraciones de la democracia liberal y las del fascismo. […]

La posverdad, cómplice del odio

Si un dirigente de extrema derecha puede afirmar, contra toda probabilidad, que un migrante recién llegado a Francia puede recibir más ayudas públicas que un jubilado francés que ha trabajado toda su vida, y le creen, es en virtud de esta misma posverdad. Esta falsa afirmación pone de manifiesto la forma en que las autoridades están supuestamente al servicio de los inmigrantes a costa de los franceses, sin que estos se den cuenta siquiera de hasta qué punto lo hacen. Así pues, el adepto de la posverdad puede decir cualquier cosa sin dudar de que se le creerá... y se le creerá. Hemos entrado en una era en la que las palabras ya no necesitan ajustarse a la más mínima realidad para ser creíbles. La posverdad se está convirtiendo así en uno de los vectores privilegiados del odio al Otro que pasa por la misología, un odio al saber y al pensamiento que siempre ha tenido sus adeptos, pero que parece recibir un impulso sin precedentes.

Si bien la verdad de unos no es, ni será nunca, la verdad de los otros, existe, sin embargo, un margen entre, por un lado, esas verdades divergentes que son otras tantas interpretaciones de la realidad y que pueden ser objeto de debate –como hacen, por ejemplo, los grandes diarios como Le Monde o Le Figaro, con sus líneas editoriales divergentes– y, por otra parte, los comentarios que destacamos aquí en la medida en que inventan ellos mismos los hechos. Si Lacan pudo, en este sentido, sostener que la verdad es "mentirosa"[4] o que tiene una "estructura de ficción",[5] esto no debe verse más que como una provocación a bien decir lo real que la verdad encierra. No es en absoluto una incitación a decir cualquier cosa con tal de que eso agrade, y permita gozar, y sirva al odio. Sobre todo, si ese odio se dirige contra la propia democracia y los principios que la sustentan.

La democracia como necesidad

Hoy en día, algunos relativizan los méritos de la democracia juzgándola ineficaz o incluso injusta. Y sin duda, lo es en muchos aspectos. Pero sigue siendo el sistema político que ofrece la protección más eficaz a las minorías y, en términos generales, a todos los individuos.

Hace casi un año, el Tribunal Europeo de Justicia condenó a Francia por "trato degradante" de un menor afgano abandonado a su suerte en Calais. Paradójicamente, esta condena da tanto cuenta de la falta de protección de los más débiles en democracia como de su relativa protección. En efecto, para que se dicte una condena de este tipo, es preciso que el Estado respete las leyes garantizadas por el Tribunal Europeo. Como miembro de la Unión Europea, Francia acepta ser juzgada por este Tribunal por ser un Estado de derecho en el que se condenan los tratos degradantes a menores, sean o no ciudadanos franceses.

Si el trato degradante existe en democracia –y no solo en el caso de este adolescente o en el de los inmigrantes únicamente–, es culpable y condenable porque la ley democrática reconoce la debilidad y la protege, si no de hecho, al menos de derecho. La democracia es, en efecto, un régimen político que limita la ley del más fuerte y en el que exponer a cualquiera a sus efectos deletéreos va contra la ley. Aunque el hecho no sea el derecho, el derecho marca aquí la diferencia respecto a los regímenes fascistas, que se basan únicamente en la ley del más fuerte y hacen así reinar el terror sobre los más débiles, así como sobre aquellos a quienes la suerte de los más débiles no es indiferente. ¿Es necesario hoy contarse entre los más débiles, o saberse potencialmente como tal, para entender todo esto con claridad? ¿Es necesario saber lo que le debemos a la democracia para quererla realmente? Y si no, ¿cómo comprender que los odios dirigidos a todas las minorías sin distinción están en aumento hasta tal punto que pronto arrasarán la democracia si no tenemos cuidado? De eso se trata.

Traducción: Lore Buchner

* Extracto de la "Introducción" de Actualité de la haine. Une perspectiva psychanalytique, París, Navarin, 2020, cuya aparición en español está prevista próximamente por Grama Ediciones. Publicado con la amable autorización de la autora.

NOTAS

  1. Cf. Lacan, J., "Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela" y "Televisión" (1973), Otros escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, pp. 276 y 560.
  2. Un conjunto reagrupa elementos que tienen una característica común y excluye a los que no la tienen.
  3. Cf. por ejemplo, las reuniones prohibidas a los blancos por parte de las personas "racializadas", que se defienden del racismo del que se sienten víctimas produciendo otro racismo.
  4. Lacan, J., (1976) "Prefacio a la edición inglesa del Seminario 11", Otros escritos, óp. cit., p. 601.
  5. Lacan, J., (1971) "Lituratierra", Otros escritos, óp. cit., p. 27.