AÑO XVII
Diciembre
2023
43
Odio

Las formas de la paranoia en los discursos de odio

Ezequiel Ipar

Fragmento de El jardín del amor, de Rubens

Existe múltiple evidencia de que entramos en una época más autoritaria. En tal sentido, no resulta desatinado releer atentamente la correspondencia de Freud con Einstein,[1] en la que ambos comparten la preocupación por las causas, en la historia de la humanidad, de la agresividad que conduce a la guerra. La conversación se concentra en la forma de la agresividad "más típica, cruel y extravagante".[2] Una agresividad resistente a la regulación jurídica "civilizada", que envolvía a grandes masas de la población (no "solamente a las masas iletradas" sino también a "la intelectualidad proclive a las sugestiones colectivas") y se repetía –a pesar de las intenciones declaradas de ponerle fin–, pudiendo precipitar las catástrofes humanitarias más terribles (como la que ambos habían conocido durante la Primera Guerra Mundial, de la mano de las armas químicas y la indistinción entre combatientes y población civil).

La pregunta de Einstein era tan ingenua como necesaria: ¿cómo podemos evitar que esto se repita una vez más? Freud coloca inmediatamente en su respuesta dos problemas. De un lado, el problema de la complejidad de la ley que debería contraponerse a las inclinaciones destructivas de los sujetos: la oposición simple y excluyente entre ley y violencia no resultaba adecuada ya que, si se analizaba su génesis, esa ley no era sino la transmutación de la violencia en derecho. De otro lado, el problema de la "naturalidad" de las pulsiones agresivas, imposibles de suprimir y difíciles de domesticar. Freud, entonces, sugiere prestarle atención al trabajo de la cultura y al poder emancipador de las producciones culturales. Un género humano autoconsciente de su dinámica pulsional y en un frágil proceso de ilustración es la cifra de la desconfiada esperanza que Freud deposita en el futuro. A esto se refiere cuando, en clave de complicidad, afirma que ambos eran en realidad "pacifistas por razones orgánicas".[3]

Pero sabemos que la cultura puede también trabajar en un sentido opuesto. Tanto en la época de aquel debate como en nuestro presente, la clave del desplazamiento aparece cuando los ladrillos de las producciones culturales son utilizados para erigir, asignarle autoridad y valor social a un ideal particular: el que postula "el derecho a despreciar a los otros".[4] Esta inversión del trabajo pacificador de la cultura nos introduce con precisión al asunto de los discursos de odio. Debemos siempre retener la contradicción que implica este concepto, que resalta una conmoción y una perturbación en la fuerza de síntesis del discurso cuando es atravesada y sobrepasada por la violencia disolvente del odio. Aquí, el discurso ya no cumple la tarea de liberar a los seres humanos de las pasiones tristes del miedo, el egoísmo, el narcisismo y el sadismo. En tanto construcciones lingüísticas,[5] son llamados, incitaciones, exigencias que no esperan encontrar en sus destinatarios una actitud de duda, interrogación o simple indiferencia frente a lo dicho. El trabajo cultural que realizan se articula con otras disposiciones de los sujetos. La conjunción entre lo discursivo (ratio) y las pasiones agresivas nos muestran una realidad del universo simbólico orientado hacia la habilitación de la crueldad y la idealización de las pulsiones destructivas.

Cuando pensamos a los discursos de odio como discursos pronunciados en la esfera pública para promover, incitar o legitimar la discriminación, la deshumanización y/o la violencia hacia una persona o grupo de personas por su mera pertenencia a un grupo religioso, étnico, nacional, político, racial, de género o de clase, proseguimos de cierto modo el diálogo con los tratados de derechos humanos posteriores a la otra gran catástrofe del siglo XX que Freud no llegó a conocer. Como lo señalan las advertencias de las Naciones Unidas, estos discursos vienen creciendo en el espacio público, inscribiéndose con mayor intensidad en la capilaridad de las diferentes tramas culturales de nuestra vida social.[6] Por eso, se trata de explicar en términos sociológicos los procesos (y los conflictos) sociales, políticos, económicos y tecnológicos que los hacen crecer –y de los cuales, a su vez, esos discursos son un síntoma‒[7]. Pero no pretendo abordar esta cuestión ahora. Quisiera detenerme en el problema de la forma que adquieren los discursos de odio típicos en el mundo social contemporáneo –un terreno fecundo para el diálogo con las investigaciones psicoanalíticas‒.

Los discursos de odio se caracterizan por ser discursos defensivos, pronunciados por alguien que se imagina víctima de alguna ofensa o injusticia. El odio en el discurso propio aparece como una reacción frente a una amenaza externa –que si la observamos bien, la percibimos desfigurada por un temor exagerado, excesivo o directamente delirante‒[8]. Un caso prototípico es el de los discursos racistas articulados a través de la construcción conocida como "teoría del gran reemplazo".[9] Según esta teoría, serían las minorías étnicas, provenientes por lo general de grupos sociales subalternos, las que habrían amasado un poder potencialmente infinito y una estrategia destinada a perseguir y, finalmente, eliminar la cultura del sujeto blanco, europeo y católico. La misma lógica del perseguidor transfigurado en perseguido se repite en los discursos sexistas, en los aporofóbicos y en otras formas discursivas que incitan a la violencia política. La estructura paranoica de estas formulaciones es muy evidente.

Quisiera entonces realizar tres breves observaciones sobre este anudamiento entre discursos de odio, subjetividades paranoicas y procesos sociales.

1) La expansión de los discursos de odio es indisociable de una experiencia intensa de frustración, que va más allá de las pérdidas que surgen del comercio social de los intereses en conflicto. La peculiaridad de esos discursos se asocia con lo que hacen con la frustración, cómo la exaltan y la canalizan. Suelen fijar al sujeto en una posición narcisista, que funciona como refugio y respuesta frente a los reveses provocados por las diversas crisis. De ahí la megalomanía en la que muchas veces caen sus protagonistas.

2) El paranoico se muestra hábil para detectar la hipocresía de las ideologías políticas, a la vez que enuncia un deseo de amor excesivo, siempre difícil de satisfacer en la vida ordinaria de una democracia. Vuelvo al análisis de Freud: "[…] el paranoico no anda tan errado en cuanto al parentesco fundamental de los conceptos 'extraño' y 'enemigo' cuando siente esa indiferencia, en relación con su demanda de amor, como hostilidad".[10] Los sujetos de los discursos de odio frecuentemente muestran esa capacidad para captar los sesgos, las transgresiones y las "preferencias ocultas" de las políticas públicas de los Estados democráticos que proclaman igualdad y fraternidad. El problema aparece cuando esta forma de la crítica a la hipocresía del discurso igualitario se organiza a través de los celos delirantes (los otros reciben lo que por justicia debería ser nuestro) y la agresividad al próximo (el deseo de castigo a los igualados por la política democrática). Es interesante notar que el odio expresa también la dificultad para sostener al otro simplemente como un extraño, sin demandarle nada más, aquello que la filosofía política liberal pensó con el viejo concepto de tolerancia.

3) Existen dudas respecto a si estos discursos producen un efecto de masa, una movilización que genera comunidad e identificación, o si solo funcionan sustrayendo investiduras libidinales de los vínculos sociales, para generar formas de individualismo exacerbado. Lo que Freud llamaba el "sepultamiento del mundo" en la paranoia[11] puede adquirir, en principio, cualquiera de las dos formas: la separación del individualismo narcisista o la comunidad de sujetos reunidos por el odio hacia lo extraño. Pero en ambos casos, a través del extraño mecanismo de la proyección, los discursos de odio funcionan como discursos desresponsabilizadores, permiten que el sujeto se sustraiga de lo dicho sin que le importe el peso o los efectos de lo que dice. Estas construcciones culturales tensionan desde adentro la capacidad de abrirse al otro aceptando su diferencia y su extrañeza, que son condiciones esenciales para la vida democrática y la cultura de los derechos humanos hacia la que apuntan las "razones orgánicas" del pacifismo de Freud.

* Sociólogo (UBA), Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y Doctor en Filosofía por la Universidad de Sao Paulo (USP). Es Investigador del CONICET y profesor en el área de teoría sociológica en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Dirige el LEDA-UNSAM (Laboratorio de estudios sobre democracia y autoritarismos)

NOTAS

  1. Freud, S., (1933) "¿Por qué la guerra?", Obras completas, vol. 22, Buenos Aires, Amorrortu, 1986.
  2. Ibíd., p. 186.
  3. Ibíd., p. 197.
  4. Assoun, P. L., "Freud aux prises avec l'idéal", Nouvelle revue de psychanalyse, n.º 27, 1983, pp. 105-112.
  5. Langton, R., "Speech Acts and Unspeakable Acts", Philosophy & Public Affairs, n.º 22, 1993, pp. 293-330.
  6. Organización de las Naciones Unidas (2019). Estrategia y plan de acción de las Naciones Unidas para la lucha contra el discurso de odio.
  7. Ipar, E.; Cuesta, M. y Wegelin, L., Discursos de odio, una alarma para la vida democrática, Buenos Aires, UNSAM edita, 2023.
  8. Freud, S., (1922) "Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la homosexualidad", Obras completas, vol. 18, óp. cit., pp. 217 y ss.
  9. Traverso, E., Las nuevas caras de la derecha, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2018.
  10. Freud, S., (1922) "Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la homosexualidad", Obras completas, vol. 18, óp. cit., p. 220.
  11. Freud, S., (1911) "Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia descrito autobiográficamente", Obras completas, vol. 12, óp. cit., p. 65.